Un jugoso y refrescante melocotón en el calor justiciero del verano
Este es el segundo libro de En busca del tiempo perdido, el primero fue Por la parte de Swann. En este segundo tomo, merecedor del Premio Goncourt en 1919, las reminiscencias del narrador discurren entre la infancia y la adolescencia. El tema central es el comportamiento social de las clases altas, dando fe de sus costumbres y sus contradicciones. En ese mundo aristocrático, los modales, el buen gusto y los acercamientos con la nobleza, lo significan todo; entonces, los personajes se sumergen en una búsqueda afanosa por encarnar estos méritos y sufren de una ridícula aprensión al toparse con los valores opuestos.
El título del libro sugiere que Marcel, el niño hipersensible de la primera parte, se ha convertido en un jovencito enamoradizo que se dedica a asediar a las chicas de recién adquirida belleza, las referencias entre las flores y las muchachas son continuas: por ejemplo, “el olor a flores y a frutas que impregna las mil naderías propias de la ociosidad de un convaleciente que descansa todo el día en un jardín de floricultor o en un huerto no será más profundo que aquel color, aquel aroma, que mis miradas iban a buscar en aquellas muchachas y cuya dulzura acababa invadiéndome. Así se endulzan las uvas al sol”, o también “así como el de Gilberte había sido mi primer amor a una muchacha, así también ellas habían sido mi primer amor a una flor”.
En este tomo se mantienen personajes del anterior y se dan continuidad a las tramas, sobre todo a la relación en Swann y Odette, “Swann estaba ciego, por lo que se refería a Odette, no solo ante las lagunas de su instrucción, sino también ante la mediocridad de su inteligencia (…) ese sometimiento de la personalidad selecta a la vulgar es la norma en muchos matrimonios”. Por otra parte, nuevos personajes entran en escena. La más interesante tal vez sea Madame de Villeparisis (una de mis favoritas) mujer cosmopolita y liberal, amiga de Matilde la abuela de Marcel, y cuyo sobrino Robert llega a ser una amistad importante para el protagonista. Sin embargo, los personajes más importantes son dos misteriosas y hermosas jóvenes. La primera es Gilberte, la pequeña hija de Swann y que, gracias a la proximidad de las familias, termina convirtiéndose en el primer amor de Marcel. Ella es una jovencita realmente encantadora pero, inexplicablemente, desprecia a su amigo y se irá alejando de él mientras Marcel sufre su primer desamor y Proust nos regala otras pinceladas sobre el gran leitmotiv de su magna obra: los celos, “calma no puede haber en el amor (…) En realidad, en el amor hay un sufrimiento permanente, que la alegría neutraliza, vuelve ritual, pero que en todo momento puede llegar a ser lo que, si no hubiéramos conseguido lo que deseábamos, sería desde hace mucho: atroz”.
La otra chica es Albertine Simonet, la joven más perspicaz de “las muchachas en flor” a las que se refiere el título. Ella protagoniza junto con el narrador el inquietante desenlace. Marcel obtiene de ambas cierto compañerismo y afinidad emocional, pero para saber si pudo lograr algo más, habremos de leer el libro hasta el final. El desamor con Gilberte y el descubrimiento de las muchachas en flor es un proceso que Proust narra con maestría, el despertar de la sexualidad adolescente: “como un niño nacido en una cárcel o en un hospital y que, tras haber creído durante mucho tiempo que el organismo humano solo puede digerir pan seco y medicamentos, acaba de enterarse de repente de que los melocotones, los albaricoques, las uvas no son un simple adorno del campo, sino también alimentos deliciosos y asimilables”. El ímpetu de la juventud, las prisas, la fugacidad, la inmediatez, también están presentes: por ejemplo, este divertido pasaje que todos hemos sufrido en unas circunstancias o en otras (quizás a las 5am en una discoteca oscura: “me encontraba en uno de esos períodos de la juventud –desprovistos de un amor particular, vacantes- en que por doquier (…) deseamos, buscamos, vemos la belleza. Con que un solo rasgo real –lo poco que se distingue de una mujer vista de lejos o de espaldas- nos permita proyectar la belleza delante de nosotros, nos imaginamos haberla reconocido, nos late el corazón, apretamos el paso y seguiremos siempre a medias convencidos de que era ella, siempre y cuando la mujer haya desaparecido: solo si podemos alcanzarla, comprendemos nuestro error”. Marcel no tenía claro lo que quería, “no amaba a ninguna por amarlas a todas” y alimentaba su placer y su duda a través de cierto vouyerismo, “aprovechaba todos los pretextos para ir a la playa a las horas en que esperaba poder encontrarlas”. La aparición de Albertine en la obra, quizás por esperada, se hace de rogar y cuando ocurre es mágica, “de repente apareció en él, recorriéndolo a pasos rápidos, la joven ciclista de la pandilla con su gorra de polo sobre su pelo negro y calada hacia sus gruesas mejillas, sus ojos alegres y un poco insistentes y en el aquel sendero afortunado y milagrosamente henchido de dulces promesas la vi bajo los árboles dirigir a Elstir un saludo sonriente de amiga (…). Yo no sabía nada de aquella Albertine Simone. Ella ignoraba, desde luego, lo que iba a ser un día para mí”. El final de esta segunda parte no deja claro si Albertine será su pareja, porque Marcel también se siente atraído por Giselle, de la que Proust nos dejará una descripción maravillosa, “tenía el pelo dorado y no solo el pelo, pues, si bien sus mejillas eran rosáceas y sus ojos azules, era como el cielo aun purpúreo de la mañana en el que el sol despunta y brilla por doquier”, y con la que parece que Marcel tiene más afinidades.
Habiendo leído el primer tomo, el lector sabe de antemano lo que le espera, pues conoce el grandilocuente estilo del escritor y las características tan especiales de su prosa exuberante y por momentos, fatigosa. Este tomo continúa explotando el novedoso manejo proustiano del tiempo en la técnica narrativa; los recuerdos brotan uno tras otro, ajenos al orden escalonado y rígido de la novela decimonónica. En lugar de contar sucesos alucinantes o tremendistas que busquen impresionar al lector, Proust narra incidencias sentimentales y psicológicas a modo de remembranza, valiéndose de sus amplios recursos poéticos, y así logra internarse en las profundidades de su propia alma. La lectura (al igual que el tomo anterior) puede llegar a ser extenuante, pero difícilmente decepciona. Quizás A la sombra de las muchachas en flor carezca del dramatismo del primer tomo, pero mantiene la profundidad introspectiva y sentimental que nos garantiza el interés para seguir adelante. Disfrutaremos de las descripciones del mar y su luz, de las vestimentas de la alta sociedad francesa en cenas y eventos sociales de alto copete y a mí me seguirá carcomiendo la duda sobre cómo hubiera sido Proust escribiendo sobre las clases bajas como Dickens o Víctor Hugo. Y sin embargo, esta duda solo alimentará mi avidez por seguir leyendo a Proust en su registro y a Dickens en el suyo.
¡Nos vemos en la próxima reseña!