Un libro para tumbarse a descansar en él y ver pasar el tiempo por sus páginas
Verano de tochos, verano de gozos. No es nuevo mi gusto por dedicar el verano a lecturas largas y densas, a esos clásicos universales que “hay que” leer. No me gusta leer por obligación y menos porque lo diga una lista de los 100 mejores libros de la historia, sin embargo, reconozco que son estos libros los que sientan las bases de la Literatura Universal (con permiso de las tragedias griegas) y los que han perdurado durante siglos en las librerías y las bibliotecas. Algo tendrán. No hay campañas de marketing detrás, ni un interés particular de las editoriales por sacarlos adelante (algunos reportan bien pocos beneficios). Lo que los mantiene vigentes son su calidad contrastada con el tiempo y con los lectores. La montaña mágica (1924) es uno de esos libros que impresionan por su tamaño, pero también por su sencillez. Rosa Montero escribe en este artículo sobre los Clásicos y se detiene unas líneas en La montaña mágica. Su lectura no es nada complicada. Es el libro más conocido del autor, y sin embargo no fue el libro que desembocó en el Nobel que le dieron en 1929, sino que en la justificación del premio le dieron mucha más importancia a Los Buddenbrook, su primera novela.
El libro trata sobre la estancia en un sanatorio de tuberculosos en los Alpes de un personaje inolvidable, Hans Castorp. Este “hijo mimado” alemán, recién licenciado como ingeniero industrial, llega al Sanatorio Berghof para visitar a su primo Joachim Ziemssen. Durante esta estancia, que ya les adelanto que se alarga sobre las tres semanas previstas, asistimos a la iniciación intelectual y erótica del joven Castorp en una Europa decadente a las puertas de la I Guerra Mundial. La vida en el sanatorio es cómoda y tranquila. La mayor parte del tiempo se la pasan acostados en sus tumbonas, ajenos al transcurrir del tiempo y de los acontecimientos sociales y políticos que rigen el continente. Este ambiente sosegado y apartado del mundanal ruido, es el caldo de cultivo perfecto para un exhaustivo análisis de la condición humana. Thomas Mann no desaprovecha una sola oportunidad para divagar sobre lo divino y lo humano. Así que, queridos lectores y queridas lectoras, ciertamente en esta novela no pasa nada, pero no dejan de pasar cosas. Es mejor que lo sepas ya, no se trata de una novela apta para quien espere un argumento dinámico, complejo y repleto de giros sorprendentes. La montaña mágica no ofrece al lector un vaivén de emociones ni tampoco le provocará grandes intrigas.
Sin ninguna duda, lo mejor del libro son las conversaciones entre dos de los personajes más importantes de la novela: Settembrini (masón, progresista, humanista, filósofo, escritor y pedagogo) y Naphta (judío converso al catolicismo, jesuita, nostálgico de orden medieval y sofista). Ambos son grandes oradores, dominan la retórica y la dialéctica. Muestran los dos polos enfrentados del pensamiento de principios del siglo XX: democracia liberal versus totalitarismos. Los expertos en la obra de Mann coinciden en que el autor muestra su pensamiento a través de Settembrini, quien termina siendo el vencedor moral del duelo dialéctico. Las conversaciones entre estos dos personajes, a las siempre asiste Hans Castorp, se dan entre paseos y encuentros varios, son verdaderas obras de arte. Conversaciones infinitas, en cascada, uniendo unos temas con otros. Por ejemplo, sobre la mitad del libro hay una conversación que comienzan hablando del cuerpo, de ahí pasan a la salud, la enfermedad, la piedad, la muerte, la incineración, los castigos y torturas y la pena de muerte, hasta llegar a la culpa. Todos estos conceptos son tratados con profundidad y mostrando las dos visiones (siempre enfrentadas) que representan Settembrini y Naphta. Nuestro héroe, Hans Castorp, se decanta por el humanista frente al medievalista, a pesar de la gran capacidad de seducción y disuasión del jesuita. Charlando con Joaquim, Castorp se refiere a Settembrini de la siguiente forma, “hay que andarse con mucho cuidado con él; por poco que uno diga una palabra de más, le suelta una clase magistral; pero vale la pena oírle de lo bien que habla. Cada palabra que sale de su boca es tan redonda y apetitosa que, cuando le escucho, pienso en panecillos calientes”. Me parece una definición maravillosa sobre qué es un educador. Settembrini mantiene su influencia sobre Castorp gracias a una brillantez expositiva y a hablarle con cierta confianza, “Cállese ingeniero. Instrúyase, pero no produzca”,
Ojalá hoy en día se conversase manteniendo el alto nivel intelectual que tienen las discusiones en la novela. Todos los personajes (salvo ilustres excepciones) demuestran una enorme capacidad de diálogo sin necesidad de llegar a un acuerdo ni de convencer (aunque siempre intentan influir al joven Castorp y hacerse con la llave de su educación), por el simple placer de dialogar e intercambiar puntos de vista. Disertan sobre la música, el amor y la castidad, la literatura, el humanismo, la enfermedad, el compromiso con el rigor intelectual, el papel de la religión en la formación axiológica, el sentido de la vida, ascetismo versus voluptuosidad, la burguesía, la fe, la felicidad, la libertad, muerte, espíritu y naturaleza… sin tapujos. Y los combates dialécticos son memorables. Settembrini le presenta esta disputa intelectual a Castorp, “Naphta es un hombre con la cabeza muy bien amueblada, algo poco frecuente. Le gusta hablar y yo también soy así. Que me condene quien quiera, pero yo no dejo pasar ninguna ocasión de batirme en duelo de ideas cuando encuentro un contrincante a mi altura (…). Peleamos a muerte, casi a diario, pero reconozco que el atractivo de nuestra relación se halla precisamente en el tremendo choque de nuestras ideas. Necesito esa fricción. Las convicciones no perviven si no tienen ocasión de luchar, y yo, por mi parte, tengo sólidas convicciones”.
Un tema recurrente en las preocupaciones del protagonista es el paso del tiempo (conviene situar la publicación de esta novela como coetánea a En busca del tiempo perdido de Proust). Por ejemplo, al referirse a la relatividad del tiempo, “un acontecimiento novedoso (…) confiere al paso del tiempo una mayor amplitud, peso y solidez, de manera que los años ricos en acontecimientos discurren con mayor lentitud que los años pobres, vacíos y carentes de peso, que el viento barre y que pasan volando. (…) Los grandes períodos, cuando transcurren con una monotonía ininterrumpida, llegan a encogerse en una medida que espanta mortalmente al espíritu” o el inicio del capítulo VI “Cambios” es una disertación generosa y muy acertada sobre el tiempo, “¿Qué es el tiempo? Un misterio omnipotente y sin realidad propia. Es una condición del mundo de los fenómenos, un movimiento mezclado y unido a la existencia de los cuerpos en el espacio y a su movimiento. Pero ¿acaso no habría tiempo si no hubiese movimiento? ¿Habría movimiento si no hubiese tiempo? ¡Es inútil preguntar! ¿Es el tiempo una función del espacio? ¿O es lo contrario? ¿Son ambos una misma cosa? ¡Es inútil continuar preguntando! El tiempo es activo, posee una naturaleza verbal, es “productivo”. ¿Y qué produce? Produce el cambio…” y así continuará divagando durante toda la novela. También se trata en el libro la relación entre el “tiempo de la narración” (es decir, el tiempo que se emplea en contar una historia) y el “tiempo de lo narrado” (o sea, el tiempo de los acontecimientos que se narran). Incluso, al empezar el capítulo VII, el narrador se pregunta si es posible “narrar el tiempo como tal”, y reflexiona acerca del tratamiento del tiempo en la narración, comparándolo con su papel en la música.
Hay otros dos temas que me resultaron interesantes: la muerte (“la muerte desata y libera, que la muerte es liberación (…). Libera del peso de las costumbres y de la moral, libera de la disciplina y del decoro, libera de todo en aras del placer”) y la literatura (“el efecto purificador de la literatura, la destrucción de las pasiones a través del conocimiento y de la palabra, la literatura considerada como camino hacia la comprensión, hacia el perdón y hacia el amor, el poder liberador del lenguaje, el espíritu literario como el fenómeno más noble del espíritu humano en general, el poeta como hombre perfecto…”).
La novela tiene momentos absolutamente únicos como el sueño de nieve, la conversación entre Claudia Chauchat y Hans Castorp, el duelo entre Settembrini y Naphta, o la muerte de Ziemssen. Todos ellos se quedan en el recuerdo de un libro absolutamente imprescindible y que ha marcado durante generaciones la literatura alemana. La novela ha sido vista como un vasto fresco del decadente modo de vida de la burguesía europea en los años anteriores a la I Guerra Mundial. La montaña mágica es un libro que necesita ser leído durante unas vacaciones, en una época de perezosa contemplación. De hecho, Thomas Mann obtuvo la inspiración de una visita real a un sanatorio – balneario en el que estaba su mujer y como escritor pareció quedar capturado por ese mismo encantamiento literario, ya que empezó a escribirla como novela corta pero terminó extendiéndose muchísimo más allá de lo previsto. El propio Mann dijo que La montaña mágica debía haber sido el contrapunto irónico al existencialismo romántico de otra de sus obras más célebres, La muerte en Venecia. Ambas historias describen el encanto intrínseco de una existencia hedonista y desordenada.
No lo dudéis, si queréis un libro para pasar unas vacaciones y os gustan los clásicos, leer a Mann es regalarte horas de vida, de esa vida que no vas a vivir pero que la literatura te regala. Por eso, leer es vivir dos veces.
¡Nos vemos en la próxima reseña!
Uf, pues a mí se me hizo muy cuesta arriba. Tanto que, a pesar de que no soy lectora muy dada a abandonar libros lo acabé dejando en un punto en el que Claudia Chauchat (creo recordar) se ponía a hablar en francés y no había ningún tipo de traducción.
Me encantaría decir que lo retomaré pero la verdad es que no lo creo…
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Aunque siempre he leído clásicos, La montaña mágica me imponía tanto respeto que no me he atrevido a leerla. Disfruté mucho con La muerte en Venecia, y no quería leer otra obra del autor que pudiera empañar el buen recuerdo que me dejó. Ahora, gracias a tu reseña, sin duda leeré La montaña mágica.
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Ole! Ojalá te guste!
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Yo la leí las navidades en que cambiamos de milenio, y lo recuerdo por este detalle. A pesar de lo magistralmente que está escrita y del caudal de humanismo que destilan sus páginas, la terminé por pura terquería. En algunas conversaciones como las que mencionas entre Settembrini y Naphta me parecía estar ante un texto de filosofía. De todos modos, ahora me alegro de haberla leído. Y recomiendo hacerlo. Saludos
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