Un alegato a favor de la templanza, la sensatez y la cultura contra la barbarie terrorista
Desde que salió ha sido un fenómeno literario y editorial. El colgajo de Philippe Lançon se ha convertido en un MUST de 2019. La oportunidad para ver un atentado desde dentro. El testimonio de un superviviente de la barbarie terrorista. El atentado de Charlie Hebdo tuvo lugar el 7 de enero de 2015 en sus oficinas del distrito XI. Los hermanos Kouachi entrarán en el piso al grito de “Allahu Akbar” y disparan sus fusiles AK-47 contra los dibujantes, humoristas y periodistas que allí trabajaban. Lançon sobrevive y escribe este libro en forma de testimonio.
Lançon reconoce que la revista satírica Charlie Hebdo no era reconocida internacionalmente, pero cumplía una función social, “Charlie era una bandera pirada que ondeaba en medio de la edad de oro del capitalismo”. Sin embargo, una respuesta desproporcionada por parte del gremio ante una portada arriesgada les pondrá en el punto de mira: “Charlie fue importante hasta el escándalo de las caricaturas de Mahoma, en 2006. Aquel fue un momento crucial: figuras destacadas del dibujo dejaron de solidarizarse con un seminario satírico que publicaba esas caricaturas en nombre de la libertad de expresión (…) Era como estar unas veces en un salón de té y otras en una réplica de una celda estalinista. Esta falta de solidaridad no era solamente una vergüenza profesional, moral. Al aislarlo, al señalarlo, también contribuyó a hacer de Charlie el blanco de los islamistas”.


Quizás la parte que todos queremos leer en el libro es la parte del atentado. Y está muy bien narrada. Sin embargo, a mi me interesa su reflexión en torno al acontecimiento, porque Lançon es lúcido y templado en estos pensamientos, no sin altas dosis de crítica y mordacidad: “habíamos sido víctimas de los censores más eficaces, los que se lo cargan todo sin haber leído nada”. Y es que el atentado no afecta únicamente a los muertos y los supervivientes, “el atentado crea una cadena de sufrimientos súbitos, comunes y particulares, en el que cada amigo de la víctima parece de pronto marcado a fuego candente, como ganado: la violación es colectiva”. Incluso, esa violación colectiva sobrepasa esos límites. Lançon, en un ejercicio de tolerancia, respeto y templanza, reconoce que ni el islam ni la cultura árabe se pueden identificar con estos actos de barbarie, y lo ejemplifica muy bien en lo que para el significa la oración “Allahu Akbar”: “Allahu Akbar me envuelve (…) y es entonces cuando noto hasta que punto la expresión se ha convertido en la réplica de un personaje de Tarantino: esta plegaria religiosa que oí tantas veces en los países árabes, en la India, en Indonesia, esta plegaria que me arrullaba despertándome al amanecer cuando dormía cerca de una mezquita, esta plegaria pacífica que ensanchaba el cielo al anunciar el día, esta plegaria no es ya más que un grito de muerte tan ridículo como siniestro, un reclamo estúpido pronunciado por muertos vivientes, un grito que nunca más podré oír sin que me entren ganas de vomitar de asco, de sarcasmo y de hastío”. Es indudable que a pesar de la sensatez de Lançon, estos infames distorsionan la cultura árabe.
Indudablemente, el atentado afecta a Lançon que no volverá a ser la misma persona, el atentado le cambió por dentro y por fuera: “La necesidad (aceptar todo) y el deber (aceptarlo con la mayor gratitud y ligereza posibles, con una gratitud una ligereza de hierro) iban a llevarme a convertir en inmutable lo único que podía y debía serlo: mi carácter en presencia de los demás. Los cirujanos ayudarían a la naturaleza a reparar mi cuerpo. Yo debía ayudar a esta naturaleza a fortalecer el resto. Y no rendir homenaje al horror vivido con una ira o una melancolía que tan a menudo había expresado en días menos difíciles, ya pasados. Me encontraba en una situación en la que el dandismo se convertía en una virtud”. Y aquí donde más se explaya Lançon, en su hospitalización y su relación. De estos testimonios destacan especialmente la relación con la cirujana (“los dioses guardan las distancias, los cirujanos también”), las máquinas de los tratamientos y de la habitación (“los tubos eran amigos; molestos y caprichosos, pero amigos. Reparaban, dormían, aliviaban, alimentaban, desinfectaban. Mantenían y aportaban vida. Soportarlos de la peor manera posible era la prueba de que todo funcionaba”) o el impacto de la cicatriz en los demás (“el resto parecía un filete. No se distinguía la carne del hueso, no era más que una papilla que colgaba”. “Después de salir del hospital, gente a la que no conocía, a menudo comerciantes, me preguntaba qué me había pasado. “Un accidente”, respondía yo. Era demasiado vago para ellos. Muchos, creyendo que sabían la respuesta correcta, me decían: “Le ha mordido un perro, ¿no?”. Les contestaba que sí. Contestaba siempre que sí a la hipótesis que me lanzaban, eso tranquilizaba a quien la hacía”). Esto último me suena muy familiar. Otros aspectos que están muy bien tratados son la angustia por no poder hablar, el egoísmo del paciente o los miedos y reproches ante una larga recuperación. Aspectos todos ellos transversales a cualquier paciente hospitalizado de larga duración.
No todo en el libro es terror, dolor y hospitales. Lançon nutre la novela con algunas pinceladas con mucho atino. Para el autor hay algunos personajes fundamentales en su recuperación: Bach (“la música de Bach, como la morfina, me aliviaba. De hecho, hacía más que aliviarme: eliminaba toda tentación de lamento, todo sentimiento de injusticia, toda extrañez del cuerpo. Bach descendía a la habitación y a la cama y a mi vida, a las enfermeras y al carrito. Nos envolvía a todos”) Kafka (“una forma de modestia y de sumisión irónica a la angustia”), Henry James (“sus libros eran entierros de primerísima calidad”), Proust (“a Proust es imposible dársela con queso, y él regala al lector esta doble visión”), o “La montaña mágica” de Mann. Todos ellos recurrentes a lo largo de toda su recuperación.
El cierre con Bataclan es casi profético; me hizo pensar que las heridas se cierran, pero el terror no termina nunca. Por eso creo que la suerte desde libro es que el testimonio no es visceral, es sosegado y tranquilo. Lançon da muestras de una increíble habilidad para no perder las formas ni dejarse llevar por los más sucios instintos de venganza. Por eso este libro debe ser leído, porque estamos rodeados de visceralidad y de impulsividad, y Lançon nos ofrece una mirada mucho más madura de la barbarie.
¡Nos vemos en la próxima reseña!
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