Si hay que huir que sea hacia la belleza
Las novelas que mezclan en sus historias otras artes suelen atraerme. Libros sobre literatura (se puede considerar masturbación, pero igualmente son atractivos), sobre cine, sobre teatro, sobre la danza, poesía, música o, como en este caso, libros que hablan de cuadros y pintores. Suelen estar bien. Alguien me dirá que Foenkinos no es, por ejemplo, Vargas Llosa y es difícil llegar a la altura de El paraíso en la otra esquina. Correcto. No vamos a decir aquí y ahora que Hacia la belleza sea la mejor obra ambientada en la pintura, pero es un libro sobresaliente. Llegué a él porque lo recomendó en sus redes sociales Eduardo Madina, que en estos temas suele saber lo que dice (y otros también). Me atrajo el título, el tema y el autor. De Foenkinos no había leído nada. Ahora tengo sobre mi mesilla Charlotte y supongo que en algún momento leeré La delicadeza, dadme tiempo.
Hacia la belleza cuenta la huida de Antoine Duris, un prestigioso profesor de Historia del Arte de la Escuela de Bellas Artes de Lyon, hacia el anonimato. La razón de ese borrado social, temporal y casi espacial es un misterio para el lector que deberá ir descubriendo el porqué de tan absoluta desconexión con su vida anterior. Decide irse a vivir a Paris refugiado como vigilante de sala en el Museo de Orsay en la sala que alberga el retrato de Jeanne Hébuterne de Modigliani.
Este misterio («prestigioso profesor de arte que decide ser vigilante de sala») llama la atención de Mathilde, la directora del Museo, que en poco tiempo se siente atraída por tan particular personalidad. Una cosa está clara, la huida de Antoine consiste en dirigirse hacia la belleza, porque “la belleza es siempre el mejor recurso contra la incertidumbre” y porque Antoine “cuando se sentía mal, iba a pasear por un museo. Lo maravilloso encarnaba la mejor arma contra la fragilidad”. Tengo que reconocer que esto también lo he hecho yo, al Prado suelo volver con heridas abiertas más profundas que las del Cristo crucificado de Velázquez (el de Goya –si quitas la cruz– parece que está puesto de tripis y bailando a las 8 de la mañana en el parking del Fabrik).
Volviendo a la novela, poco a poco vamos descubriendo las razones que llevaron a Antoine a desaparecer. Y lo que en un principio parece una huida por el abandono de su pareja, terminamos asumiendo que hay dolores más profundos. Nada tiene que ver su huida con su entorno profesional porque para Antoine “el entorno profesional era lo único inmutable. Su trayectoria sentimental no había modificado su trayectoria intelectual. La enseñanza promueve a veces una doble personalidad, pues consiste también en representar un papel delante de los alumnos”. (Esto también me suena.) Su amor a la docencia y al arte se ve bruscamente frenado por el vago o incluso nulo interés de los alumnos por los contenidos. El (erróneo) enfoque laboral de la formación universitaria les lleva a la apatía por el conocimiento y el aprendizaje. Esto desquicia a nuestro protagonista. Pero en este momento entra en juego un nuevo y luminoso personaje: Camille. Una joven con un pasado trágico que descubre en la pintura un refugio espiritual y terrenal, “la creación le había dado no solo una densidad insólita, sino también la capacidad de no esperar nada de nadie. Era un mundo total, cuya naturaleza colmaba a un ser humano”. Camille también aprende a refugiarse en un museo, y allí “comprendía el poder cicatrizador de la belleza. Frente a un cuadro no somos juzgados, el intercambio es puro, la obra parece entender nuestro dolor y nos consuela a través del silencio, permanece en una eternidad fija y tranquilizadora, su único objetivo es colmarnos mediante las ondas de lo bello. Las tristezas se olvidan con Botticelli, los miedos se atenúan con Rembrandt y las penas se reducen con Chagall”. Su oscuro pasado hacía mella en su presente, “le daba pavor establecer vínculos. Para tranquilizarse, pensaba en todos los artistas que admiraba, y cuyas vidas habían sido obras maestras de soledad”. Y así, entre tanto artista contrastado, Camille se sentía más segura, “los genios del pasado no la intimidaban. Al contrario, el conocimiento de la belleza acentuaba su fuerza”. Camille disfruta las clases de Antoine y Antoine colma su ira contra los alumnos en una estudiante brillante. Todo va bien. Pero la vida, como el arte, necesita de tragedias para alcanzar las más altas cotas de belleza…
Es un libro brillante en tanto que luminoso, pero que brilla gracias a la oscuridad y la ponzoña. Una historia redonda. Bien labrada. Con una estructura algo intrincada que cobra sentido al final. Es un estudio de las relaciones humanas lleno de humor y de filosofía. Un libro que nos invita a pasear por las salas de los museos y descubrir la belleza. Si la moraleja del libro fuese “cuando estés jodido, vete a un museo” sería un consejo muy sabio. Si lo que sacas del libro es que para brillar antes hay que estar cubierto de mierda, tampoco es verdad. Recuerda que, aunque Van Gogh no vendió un cuadro en su vida, la mayoría de los artistas (también escritores) fueron aristócratas y burgueses con pasta y recursos para dedicarse a la vida contemplativa. Así que ese necesidad de sufrimiento en el arte, quizás haya que superarlo. Pero no por ello la belleza es menor o el genio se ve mermado. La pintura y la literatura son la hostia y este libro es un canto (a veces ahogado) a la belleza. Y solo la belleza puede salvarnos.
¡Nos vemos en la próxima reseña!