Reseña de Fármaco de Almudena Sánchez

Un relato honesto, a ratos divertido y otros tembloroso, sobre la depresión

No recuerdo cómo llego a Fármaco, pero recuerdo que llegué a Almudena Sánchez a partir de su primer libro, La acústica de los iglús, que sigo teniendo pendiente por mi absurda reticencia a los relatos.  Sea como fuere, llegar a este libro ha sido un acierto. Ya sabéis de mi tendencia a la literatura que brilla entre la ponzoña, a esos libros capaces de proyectar luz de la oscuridad. Y, dentro de la literatura sobre depresión, si  Beckomberga. Oda a mi familia tenía una luz propia y Hombres que caminan solos me dejó indiferente, Fármaco me ha encantado. Me sigue faltando Vírgenes suicidas, pero es que a Jeffrey Eugenides hay que dosificarlo bien.

Fármaco cuenta la experiencia de la autora con la depresión. Una depresión que va tomando diversas formas a través de acertadas metáforas; por ejemplo, la depresión para Almudena Sánchez es una flecha clavada, “una depresión es una flecha clavada, ¿dónde? Pues en ninguna parte, ojalá hubiera un sitio. Una radiografía. Una analítica. Un bulto. Es una flecha clavada en ti, que no se ve. Se va oxidando y yo con la obligación de solidificar la nada”. La desubicación, la falta de concreción, la inespecificidad de la enfermedad, la ausencia de un objetivo, de algo sobre lo que actuar, proceder, luchar… diría que es la mayor putada de la depresión. De hecho, hay un momento del relato en el que la autora echa en falta cicatrices, “me estoy curando y no tengo cicatriz para demostrar que he pasado por algo atroz”. Hay una pintada en Salamanca que dice “quien no tiene memoria, necesita cicatrices” y, aun sin cicatrices, Almudena Sánchez tiene memoria y una voz propia que convierte a la depresión en un elemento autobiográfico y literario tan potente como visual, todo mérito de su prosa arrolladora y de un lenguaje directo, fluido, ágil, que entra solo.

Sánchez recorre todas las aristas de la enfermedad, y se explaya en una que a mi me parece brillante: la soledad a la que está expuesta una persona deprimida, “hay un aire tenebroso a mi alrededor que me susurra en mitad de una escalera que ya no suba más. Ni un peldaño. Que baje, que baje hacia los sótanos oscuros de la existencia. Me aconsejan: ¡Pues no pienses! Claro, eso es lo que procura mi madre, que no piense, que no piense y que no piense, pero es que yo no pienso, maldita sea: lo que ocurre es que me llega una voz como de radio desintonizada que tiene poder persuasivo y mucha contundencia. Exclama: volatilízate”. También se refiere a la manida fortaleza ante las enfermedades, de crecerse ante las adversidades, esa necesidad imperiosa de luchar, como si no hubiese espacio para la rendición tranquila, cuando lo que apetece es saberse indefenso y dejarse llevar por la corriente, “¿Quién dio tan alto standing a la fortaleza? No quiero más metáforas de boxeo, de dos en el ring, ni esteroides envasados al vacío. No más señores con traje militar. Basta de luchar hasta la muerte. Voto por la suavidad de la lana de oveja y por el Osito Mimosín. Firmo donde sea”. Hace poco escuché en un documental a un entrenador de futbol que ahora tiene esclerosis múltiple decir que “cuando aprendes a morir, aprendes a vivir” y esa cita pide piedra. Pues hay algo de esto en la rendición ante la enfermedad, porque solo cuando asumes que la enfermedad puede ganar (aunque luego no gane), empiezas a disfrutar de la vida. Y esto mismo le pasa a Almudena Sánchez. Ella se aferró a los libros, “¿me salvaron la vida los libros? Pienso que sí: muchísimo. Página tras página, notaba que morirme era imposible (…): estaba leyendo y no podía parar de transformarme en otros personajes que me alejaban de la niña que era yo”, y es que, leer es vivir dos veces.

Junto con la literatura, el Dr. Magnus (su psiquiatra), Carla (una pequeña niña a la que cuida), dos medicamentos potentísimos y algunas dosis de amigos y parejas, le mantuvieron pegada a la vida, cada uno a su estilo y a su forma, con cada uno descubría una pequeña motivación para vivir. Y aun así, pese a ver todas las cosas bonitas que hay en el mundo, “no me ha bastado para afirmar: quiero seguir aquí, caminando”. Lo más cerca que estuvo de escribir una carta de suicidio fue con la carta donde aparece esa frase. Sin embargo, más adelante, reconocerá que “para suicidarse, es necesario ser egoísta. Olvidar quién y qué te quiere, encerrar el cariño, el amor, la dulzura, la generosidad, la risa con candado y adiós”. Y no se puede ser egoísta siendo escritora. Un escritor egoísta es un oxímoron como una catedral. Así que Almudena tenía que vivir y menos mal, porque no nos hubiera regalado esta joya. Ah, una cosa más. En el libro hay dos recursos que se repiten, pequeños textos referidos a pesadillas y retuits (que no me he molestado en comprobar si son verdad, sospecho que sí). Y me ha gustado especialmente un retuit que dice “voy a tomarme una pastilla, antes de que la vida me haga efecto”. Para nosotros, los letraheridos, los lectores de este blog (y para la autora) esas pastillas tienen forma de libro y están llenas de páginas, palabras y vidas que leer. Ojalá Almudena Sánchez siga escribiendo, habiendo superado (o aparcado) la depresión, aunque eche de menos “la lucidez que provoca estar descolocada”. Ojalá más libros sobre depresión, ojalá más visibilidad a una enfermedad tan cabrona como esta. Ojalá más novelas de Almudena Sánchez.

¡Nos vemos en la próxima reseña!

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