Un querer y no poder de libro
La literatura permite que brillen los callejones más oscuros del alma humana. No siempre, pero es una de las esperanzas que tiene el lector cuando lee un libro. No hay que irse a los grandes clásicos de la literatura universal para encontrar ejemplos, en la literatura contemporánea también los tenemos y en este blog nos hemos detenido en algunos ejemplos a lo largo de estos años. Cuando en una librería ojeas un libro y ves que la temática es la depresión, quizás en un primero momento arquees las cejas en un gesto de asombro y cierto rechazo, pero es posible que sigas leyendo e incluso compres el libro. Eso hice yo y me equivoqué. Mi primera vez con José Ignacio Carnero y su Ama terminó en gatillazo y ahora con Hombres que caminan solos se repite el fail, así que creo que no hay que empeñarse en leer un autor con el que no concuerdas. Siento ir contracorriente. Intentaré explicarlo.
Hombres que caminan solos es la historia autobiográfica de la depresión que sufre o sufrió José Ignacio Carnero. Debemos suponer que es autobiográfica si asumimos que el autor cuenta la verdad, pero esto con los escritores es conveniente ponerlo en duda. Aun así, avanzaremos con esta hipótesis: escrito en primera persona, el libro es un ejercicio de autoexploración. Un texto de exploración sobre el ejercicio de sacar a la superficie la depresión que sufre el protagonista, ese continuo vaivén entre las experiencias electrizantes y las tardes comiendo techo encima de la cama, “flotando en el denso magma de la cotidianeidad no sucede nada malo, pero tampoco nada bueno. En ocasiones, es conveniente caer, hundirse, flotar entre rostros desconocidos. Y tomar impulso. O no. También podemos quedarnos allí abajo, donde las cosas, sencillamente, no pueden ir a peor”. Además, Carnero pretende aprovechar su depresión para escribir, porque, como comentábamos al inicio de esta reseña, en la ponzoña se encuentran resquicios de luz y de esperanza, y porque la tristeza es inspiradora, “Los peores temores, (…) la niebla se hace más intensa, pero no es una penumbra impuesta por la enfermedad, irracional y misteriosa, sino que proviene de reflexiones meditadas y lógicas que yo mismo desarrollo en ese breve instante. En esos momentos caigo en la cuenta de que lo que me sucede es que no quiero curarme, de que estoy bien así, porque conozco las paredes, los límites y el contorno de ese miedo en el que habito, y que, por tanto, al conocer el territorio, estoy en un lugar seguro. Soy como esos presos que no quieren salir de su cautiverio (…) Y no quiero dejar este lugar, porque aquí dentro me veo capaz de crear algo (…) Quiero que broten más palabras y sé que éste es un terreno fértil. La tristeza lo es”.
La muerte de su madre (que narra en Ama) y algunos otros problemas teóricamente menores, le arrastran a una actitud apática y depresiva que pretende resolver viajando a Buenos Aires, “había tratado de encontrar una salida a mis problemas yéndome a Buenos Aires. Un punto de fuga que me permitiera volver a ser yo mismo”, dejando a su padre en España con su rutina y sus pequeños vicios y pírricas victorias diarias. La huida no termina de complacer sus deseos y vuelve al lado de su padre. Un viaje con su padre le permitirá descubrir aquello que tan bien resumió Pedro Mairal en La uruguaya de que “si no podés con la vida, probá con la vidita”, y esa vidita es la que mantiene a flote a su padre, “pensé en eso que dijo Kafka de que, en la lucha entre el mundo y uno, hay que procurar estar de parte del mundo. Mi padre lo estaba y yo no. Esa era la gran diferencia entre nosotros dos”. De la relación con su padre destaco una frase en la que me vi reflejado por la relación que yo tuve con el mío en los últimos años de su enfermedad y fue ver al gigante acariciando una flor, “lo extraordinario fue ver a aquel hombre (…) pisar la tierra virgen de la delicadeza”, figuras paternas (seguras, confiadas, inspiradoras, determinantes, firmes) que pierden la coraza y se tornan seres sensibles que se preocupan por el fondo de las relaciones y no tanto por la forma o la exigencia –capitalista– de éxito.
Me ha dejado bastante indiferente. Sí. Me esperaba mucho más. Me decepcionan algunos guiños simplones como la referencia al microrrelato de Monterroso, “cuando me desperté, mi padre todavía estaba allí”, algunas decisiones inconsistentes, “le cuento a mi padre cómo ha sido todo este año desde que mi madre murió. Él hace lo mismo conmigo, pero no lo escribiré aquí, porque forma parte de su intimidad” o el autobombo a Ama y la superficialidad y linealidad de la historia. Tengo la sensación de que quiere ser David Trueba y no puede. Quiere escribir sobre la depresión sin ser deprimente y no lo consigue. Es un texto bastante llano y monótono. Tiene algún destello, pero en general es flojo. Y si lo que quiero es “vivir” la depresión me quedo con Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik o Virginia Woolf. No sé por qué me han salido tres mujeres, lo siento si alguien ve segundas intenciones en esta enumeración, no las hay, pero el mundo facho – que diría Cristina Morales – ha castigado más a las mujeres y quizás por eso sus depresiones han sido más sonadas; podrían haberme salido Kafka o Hemingway, por ejemplo. Aun así, algo tendrá la novela que yo no he sabido ver porque las críticas positivas son muchas; os recomiendo la de Nadal Suau en El Cultural. Lo dicho, creo que voy a dejar de leer a este autor, quizás me pierda algo, pero de momento, Carnero (sus libros, personalmente igual es un ser de luz encantador e interesante) y yo, no hemos conseguido congeniar.
¡Nos vemos en la próxima reseña!
Buenos días,
Bastante de acuerdo con tu reseña. De hecho, creo que te has contenido. A mí me ocurrió lo mismo: la compré tras las buenas críticas que cosechó y me decepcionó sobremanera.
Gran blog. Enhorabuena.-
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