Es posible que llegue tarde a reseñar este libro, puede que todos lo hayáis leído y lo que os cuente no os interese lo más mínimo. Si es así, asumo mi culpa. He tardado mucho en leer este libro. Lo tenía que haber leído hace mucho tiempo. Es un libro especial. Si no lo habéis leído aun, el libro narra la infancia de una niña negra en la América de mediados del siglo XX, una pequeña flor en mitad de la desolación social.
Según reza la contraportada, esta novela abrió el camino de la escritura a las mujeres afroamericanas. Hace poco leí El ferrocarril subterráneo y parece que la biografía de Trevor Noah que acaba de editar Blackie Books va por el mismo camino. Sin embargo, esta novela es anterior a las dos citadas, y creo que mucho mejor tratada. Al menos, esta novela es de una sensibilidad exquisita, sin perder la consciencia de clase, transmitiendo un amor incondicional por la familia, por la comunidad. La vida vista en los ojos de una niña negra siempre es más hermosa que la vida real.
A través sus primeros 20 años, Maya Angelou hace un recorrido lúcido y mordaz sobre la sociedad americana de su época. Yo voy a destacar tres aspectos que me han parecido especialmente bonitos: la educación, el deporte y la religión.
Con una mirada tiernamente infantil, Maya es consciente de las diferentes brutales entre blancos y negros, durante la visita de un político (blanco) a la graduación de su colegio (solo de negros) hace las siguientes reflexiones:
«Los chicos blancos iban a tener la oportunidad de llegar a ser Galileos, Madames Curies, Edions y Gauguins y nuestros muchachos (las chicas ni siquiera contaban) tratarían de llegar a ser Jesse Owens y Joe E. Louis [boxeadores]. Qwens y el «Bombardero Moreno» eran grandes héroes en nuestro mundo, pero, ¿qué funcionario del Departamento de Educación del Olimpo blanco de Little Rock tenía derecho a decidir que esos dos hombres hubieran de ser nuestros únicos héroes? ¿Quién decidía que, para que Henry Reed se compara un microscopio de pésima calidad y llegase a ser un científico, había que trabajar, como George Washington Carver, de limpiabotas? (…) Éramos criadas, granjeros, mozos y lavanderas y cualquier aspiración a algo superior era ridícula y presuntuosa. (…) Era horrible ser negra y no poder controlar mi propia vida. Era cruel ser joven y estar ya adiestrada para permanecer sentada y escuchar en silencio las acusaciones contra mi color sin tener oportunidad de defenderme».
Ante la decepción del discurso político, alguien en la sala comienza a cantar el himno negro (el poema de James Weldon Johnson convertido en Himno Nacional Negro) y poco a poco todo el auditorio se va uniendo al cántico…esto emociona vivamente a Maya…
«Volvíamos a estar en pie: otra vez, como siempre. Sobrevivíamos. Las simas habían sido heladas y tenebrosas, pero ahora un sol esplendoroso hablaba a nuestras almas. Yo ya no era un simple miembro del orgulloso curso que se graduaba en 1940; era un miembro orgulloso de la espléndida y hermosa raza negra».
Supongo que habría que haber vivido aquella época para ser plenamente consciente de lo que significaba el boxeo en la cultura negra americana. La protagonista, ante una final de boxeo retransmitida por radio, vive la situación intensamente:
«Un chistoso mordaz dijo en el porche «¿Qué os apostáis a que ese blanco no tiene inconveniente ahora en abrazar a ese negro?» (…) Mientras yo me abría paso para entrar en la Tienda, me preguntaba si se imaginaría el locutor que con sus «damas y caballeros» estaba dirigiéndose a todos los negros del mundo que transpiraban y rezaban en sus asientos pegados a la «voz de su amo».
En un momento del combate, el púgil blanco lo tiene contra las cuerdas y le va asestando golpes sin parar, entonces Maya escribe…
«Mi raza gimió. Era la caída de nuestro pueblo. Era otro linchamiento, otro negro más colgado de un árbol, otra mujer víctima de una emboscada y violada, un niño negro azotado y mutilado. Eran sabuesos siguiendo la pista a un hombre que corría por ciénagas. Era una mujer blanca abofeteando a su criada por haber olvidado algo».
A pesar de todas estas diferencias, Maya sigue creyendo en Dios «naturalmente, sabía que también Dios era blanco, pero nadie habría podido hacerme creer que tuviese prejuicios»… qué sensibilidad tan espeluznante tiene esta niña.
Tras un sinfín de acontecimientos que tendréis que leer si queréis conocerlos (algunos infinitamente bellos y otros durísimos), la pequeña Maya va madurando a base de crueldades vividas en su piel, pero entiende que no hay otro camino que la lucha y la perseverancia: «comprendía la perversidad de la vida, la de que en la lucha estriba la alegría«. Esto es una verdad absoluta, como todas las que emergen de esta novela maravillosa. Transpira lucha, coraje, compromiso, lealtad, humanidad y sentido del humor. Hacia el final del libro, donde el orgullo por su raza ya no se esconde, donde la lucha por los derechos civiles de los negros es imparable (tendremos que esperar a 1964-65 para que puedan votar…larga vida a J. F. Kennedy), Maya es consciente de que ser una mujer con las cosas claras es un problema para esa sociedad intransigente y racista,
«Con frecuencia se muestra asombro, desagrado e incluso beligerancia ante el hecho de que la mujer negra americana adulta desarrolle un temperamento fuerte. Raras veces se lo acepta como el resultado inevitable de la batalla ganada por los supervivientes, que merece respecto, si no aceptación entusiasta».
Es cierto, merece aceptación entusiasta. Y mucho más que eso. Merece que todos leamos este libro y lo recomendemos eternamente. Porque el peligro de que se repita la Historia es real, y la raza negra aun hoy en día sigue empezando el juego con puntuación negativa, como si debiese algo. Y somos los blancos los que estamos en deuda con ellos. Yo no me hago responsable de lo que otras generaciones hicieran, pero soy responsable de que hoy todos tengamos las mismas oportunidades.