Reseña de No entres dócilmente en esa noche quieta de Ricardo Menéndez Salmón

Un libro más, y no por ello prescindible, sobre la muerte de un padre

De Ricardo Menéndez Salmón en este blog ya hemos leído La noche feroz. Recuerdo que aquel libro me dejó con ganas de más. Y ahora, en vez de insistir con una novela a ver si permanecía esa sensación, me lanzo a un libro muy personal. No entres dócilmente en esa noche quieta, publicado en 2020 y editado por Seix Barral, entra en esa categoría de libros que se escriben “al padre”. Se podría considerar casi un género, por aquí ya han pasado obras como El olvido que seremos de Abad Faciolince, Mi padre el pornógrafo de Chris Offutt, Carta al padre de Kafka, Mañana y tarde de Jon Fosse, De profundis de Oscar Wilde, Salvatierra de Pedro Mairal, Ordesa de Manuel Vilas o la novela gráfica La casa de Paco Roca. Al inicio del libro, casi a modo de Prólogo, el autor justifica la existencia del texto, “un libro que se me ha impuesto, que no es fruto de una libre disposición de mi ánimo, de mi talento o de mi espíritu (…) este libro no es una deuda. No es una vindicación. Ni siquiera es una ofrenda. Este libro es una necesidad”, y un poco más adelante aclara que lo que tienes entre las manos no es una novela, “por una vez no puede ser la ficción la que afronte esta carga, por una vez no puedo fiar a la imaginación, a la plasticidad de la novela o a la sagacidad del relato, el expediente que permita solventar este trámite. Esta vez ha de ser la experiencia propia, su decantación, el acarreo de la vieja, renovada agua del molino familiar, la que mueva la piedra del recuerdo y la fije en palabras (…) Llego desnudo a este libro”. Hubiese dado lo mismo que lo contara a través de una novela, el género aquí no influye tanto, si acaso aleja un poco al lector del texto porque genera cierto pudor, y es que posiblemente este sea un texto que el autor debiera haber dejado en su escritorio y no hacerlo público. Su experiencia personal no reviste el interés literario que tienen Kafka o Wilde. Sin embargo, una vez superado el pudor, Ménendez Salmón atrapa y consigue que un episodio tan personal y trágico sea interesante para el lector (sin entrar en amarillismos).

El libro, en una entrevista el autor lo llama memoria, arranca con un hombre agonizando, tras una larga enfermedad le ha acosado durante años y le ha consumido poco a poco hasta la muerte. Su hijo –Ricardo Menéndez Salmón– ha sido testigo de ello desde su juventud. Con el paso del tiempo y el sedimento de la muerte de su padre ya depositado, el autor se sienta a reflexionar sobre la infancia, el paso del tiempo, la madurez, la enfermedad y la muerte. Lo que en un principio se plantea como un libro sobre su padre, él mismo reconoce que termina siendo en algo que va mucho más allá, “estoy hablando de mis temores y temblores, de mis logros, de mis recelos, de mis propias invisibilidades y de mis propios venenos”. Y no solo eso, sino que, al mismo tiempo, el libro está dirigido a sus hijos, a los que invita a deshacerse del sentimiento de culpa de las cosas que les ocurran a sus padres.

La memoria personal de Menéndez Salmón en poco se parece a la mía. Mi experiencia con la muerte de mi padre tiene sus propios derroteros, pero he encontrado fundamentalmente tres puntos de unión en los que sí me he sentido identificado con el autor. El primero es una pena que a mí aún hoy me atenaza porque es totalmente cierto que “las conversaciones importantes no se tienen a tiempo. Eso es algo que solo sucede en la literatura o en el cine. En la vida real el silencio es la norma. Un silencio educado; un silencio castrante; un silencio que tarde o temprano acabamos por pagar”.  El segundo es la determinación contra el dolor de ambos progenitores, “mi padre siempre encontró una grieta en la disciplina del dolor. Logró aferrarse a este lado de las cosas contra cualquier advertencia del sentido común. Se convirtió en un partisano (…) con su actitud, en sus años finales, se obstinó en iluminar la oscuridad que nos rodeaba”. Y el tercero es que ambos, el autor y yo, extrajimos una misma enseñanza de nuestros padres, quizás una de las mejores que no podían legar y que curiosamente en los dos casos llegó muy al final de sus vidas, y es que “la bondad es más provechosa que la verdad”. Casi nada.

A veces leemos para explicarnos a nosotros mismos. Esperamos que los escritores (y las escritoras, por supuesto) expresen con palabras aquello que nosotros no sabemos explicar. De esto también habla el autor en el libro, de ese proceso de expresión de sentimientos e ideas que necesariamente pierden fuerza al leerse. Pero aún así, los hay que no somos capaces de hacer ese ejercicio y esperamos que otros lo hagan por nosotros. Esto puede ser un error porque las experiencias de cada uno son tan particulares como uno mismo, pero también es reconfortante encontrar que lo que uno siente y vive interiormente, antes otros lo han vivido de la misma forma. Leamos para encontrarnos a nosotros mismos y para no sentirnos solos. Esta es una razón más para crear ese género de “libros al padre/madre” y que tan inevitable como lamentablemente se escriben (se dicen) una vez fallecidos. Y es que, seguramente, haga falta padecer el dolor de la pérdida para escribir sobre ella y sobre la persona.

¡Nos vemos en la próxima reseña!

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