Reseña de La amante de Wittgenstein de David Markson

Cultura y lenguaje como palancas para sobrevivir en un mundo inhabitable

Parece el año de los libros difíciles de leer. Si ya hemos reseñado Ulises de James Joyce -coincidiendo con el Bloomsday, que en este blog no dejamos anda al azar-, ahora os traigo La amante de Wittgenstein, de David Markson. Originalmente el libro se publicó en 1988, y ahora lo edita en castellano Sexto Piso, al que no dejamos de alabar por su magnífico trabajo editorial de acercamiento de obras irremplazables al idioma de Cervantes. Pasó 2021 sin celebrar el aniversario del Tractatus Lógico-Philosophicus de Wittgenstein (qué lástima), pero no dejaremos pasar más la oportunidad de acercarnos al pensamiento de este autor vienés. Lo que pasa es que lo haremos a nuestra disforme forma: a través de una novela.

La amante de Wittgenstein presenta a Kate como la última habitante del mundo. Vive sola en una casa en la playa y escribe a máquina un alud de recuerdos y reflexiones, aunque nadie los leerá. Ha recorrido el mundo entero, refugiándose en la National Gallery, en el Metropolitan o en el Louvre, donde quemaba antigüedades y marcos de cuadros para soportar el frío en invierno. Así, revisitando los hitos de la cultura occidental –de la Odisea a Picasso, de Leonardo da Vinci a Brahms, de Shakespeare a Wittgenstein–, hilando un tema con otro, empiezan a asomar aquí y allá las profundas fracturas de la mente de Kate, y la narración se revela entonces en toda su amarga y conmovedora belleza. La propuesta es arriesgada e interesante; trasladar a la novela el torrente de ideas de un pensamiento en cascada, libre, sin procesamiento, con errores que intenta corregir continuamente en párrafos siguientes (“Por Dios. ¿No debería dejar de preocuparme por corregir todas estas bobadas y limitarme a dejar que mi lenguaje saliera de la forma en que insiste en salir?”). Sin embargo, la lectura es pesada y cansina. El humor está presente en toda la obra y aporta cierto refresco al denso y frenético estilo del autor. Seguramente, queridos y avezados lectores, no hayáis leído el Tractatus de Wittgenstein y no manejéis con destreza las tesis del autor (yo tampoco), pero os animo a interesaros mínimamente por el autor y la obra antes de meteros en esta novela. Yo lo hice y fue un acierto. Es necesario saber que para Wittgenstein (que me perdonen los expertos por lo simplificado del aforismo) aquello que no puedo contar, no forma parte del mundo. Es importante conocer el pensamiento del autor porque el libro parte de este planteamiento para construir toda la novela, como señala Ricardo Menéndez Salmón, “[Markson] organiza su peripecia en torno a la intuición del filósofo vienés y la decanta en una pregunta que adopta el aspecto de enmienda a la totalidad: «¿Qué hay que no esté en mi cabeza?». Así, os dejo un pasaje a modo de ejemplo, “la verdad es que esa cuestión de las cosas que existen únicamente en la cabeza de una me sigue perturbando ligeramente. Básicamente esto es debido a que me acaba de venir a la cabeza que la hoguera que quizás encienda en el vertedero (…) es otra cosa que existe únicamente en mi cabeza. Salvo que en este caso es algo que existe en mi cabeza a pesar de que todavía no he encendido la hoguera. De hecho, existe en mi cabeza a pesar de que probablemente nunca encienda la hoguera. Es más, lo que en realidad tengo en la cabeza no es la hoguera, sino ese cuadro de una hoguera de Van Gogh”. Más adelante retoma este razonamiento en el mismo punto, “lo único que estoy pensando es que si hay tantas cosas que parecen existir únicamente en mi cabeza, cuando me siento aquí, entonces comienzan a existir también en estas páginas (…) Una no puede escribir todo lo que existe en su cabeza. No puede ni siquiera empezar a tener conciencia de ello, evidentemente”.

Las reflexiones sobre la palabra y la realidad son interesantísimas y el autor (a través de Kate, la protagonista) relaciona la filosofía del austriaco con el arte. En este sentido, son muy pertinentes las referencias a Magritte y su pipa o a Miguel Ángel y su archiconocida frase de “la escultura es lo que queda tras quitar lo superfluo”. Sostiene Iván de la Nuez que “para Markson el arte, más que un tema, es el hilo que cose la historia, la geografía y el sentido mismo de esta aventura”. Tanto es así que al final de la novela, la protagonista se plantea si “¿habría tenido algún sentido que yo dijera que la mujer de mi novela un día se habría acostumbrado más fácilmente a un mundo sin nadie en él que a un mundo sin algo como El descendimiento de la cruz de Rogier van der Weyden, por cierto? ¿O sin la Ilíada? ¿O sin Antonio Vivaldi?”. Yo me apunto a esa tesis, me sobra la gente, pero me reconforta el arte. Por eso me dio envidia del Primer Ministro de Reino Unido Boris Johnson paseando en soledad por el Museo del Prado en la cena de la Cumbre de la OTAN en Madrid.

Si conseguís superar los escollos que suponen el estilo del autor, os encontraréis ante una novela magistral. Si os sirve como referente (a mí sí) David Foster Wallace dijo que La amante de Wittgenstein era una de sus obras favoritas. Si os dejáis llevar por el humor, la ironía y la propuesta discursiva y reflexiva sobre la memoria, el lenguaje, la locura y la soledad, disfrutaréis muchísimo de un libro inabarcable, que no dejaréis de leer nunca, porque su profundidad es tal que podréis estar permanentemente recurriendo a él. Han sido tres condicionales en esta frase y quizás no se deban recomendar libros a través de condiciones, pero es cierto que es un librazo al que debéis acercaros y dejaros seducir por él. No saldréis indemnes, por buenas y no tan buenas razones.

¡Nos vemos en la próxima reseña!

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