Un libro sobre la necesidad de las mujeres en un mundo a la deriva

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Si este mundo sigue en pie y sigue mereciendo la pena vivirlo es, sobre todo, gracias al amor y la humanidad de las madres. Y Loxandra va de esto. Del valor de esas mujer incansables, constantes, luchadoras y trabajadoras, que dedicaron su vida a hacérsela más llevadera a los demás. No hay conflicto que no tenga solución, ni guerra que frene el ímpetu protector que mueve a una madre o abuela.

María Iordanidu retrata a su abuela Loxandra a través del recuerdo y de un tono tierno y dulce. Loxandra es esa madre y abuela de carácter, trabajadora y que supura amor por y para los suyos. Una mujer que sirve de nexo de toda la familia. No abandona a nadie y se desvive por todos. Para lo bueno y para lo malo. De origen humilde y profundas creencias religiosas,  Loxandra disfruta de las pequeñas cosas de la vida, y transmite enseñanzas a sus hijos a través de refranes y peroratas repetidas al infinito, “¿Qué es ser rico? Saber contentarse con poco” repite en más de una ocasión, o por ejemplo “el amor pide paciencia/ y también harta prudencia,/ tener un paso ligero/ y maña de maronero”. Una mujer abnegada y luchadora, “aceptó su nueva vida como aceptó la muerte de Dimitrios [su marido] ¿Qué se le va a hacer? Así son las cosas”. Una de las mejores descripciones del personaje que tiene el libro es aquella que nos ofrece Iordanidu hacia la mitad de la historia, “Loxandra jamás lloró paraísos perdidos. Tampoco buscaba ir al encuentro de la felicidad. Era la felicidad la que llegaba en busca de Loxandra. Y se presentaba de repente, en los momentos más inesperados”. A través de una actitud positiva y optimista basada en el trabajo y la constancia, Loxandra iluminaba su vida y la de su familia. Es así y es precioso. A veces la Literatura nos regala estos personajes inolvidables, como la Úrsula de Macondo.

El libro se lee de una sentada, yo he tardado dos días, y es que el estilo de María Iordanidu es sencillo, basado en pequeñas escenas remarcables de la vida ajetreada pero también rutinaria y predecible de Loxandra. Continuamente tiene destellos de ternura, de homenaje a la protagonista, en los que se remarcan las virtudes de una mujer que tuvo que ser excepcional (como todas las madres y abuelas del mundo). Me gusta especialmente un pasaje del final del libro cuando Loxandra ya está a punto de morir y se junta en la casa de nuevo toda la familia para despedirse de ella, y Loxandra desaparece de su cuarto. Al rato de buscarla por toda la casa aparece, “sentada encima de una caja de jabón, descalza, en camisón, Loxandra tenía en las rodillas una cacerola con los dolmás de col que habían sobrado. Epaminondas [su hijo], arrodillado en el suelo, abría una lata de sardinas. Ana [su nieta] tenía en la mano un paquete grande de galletas y la gata estaba sentada en la primera repisa y se relamía. “¡Ahhhhh!”, exclamaron todos y luego se persignaron y le dieron las gracias a Dios porque Epaminondas les explicó que la crisis había pasado y que la enferma necesitaba comer de inmediato. Loxandra intentaba sonreir, pero sólo sonreían pícaros sus ojos, porque tenía la boca llena. – ¡Qué hambre! –articuló apenas con la comisura de los labios-. ¡Al no morirme, me dio hambre!”. Me parece una escena genial en la que Iordanidu nos obsequia con una imagen inolvidable de la protagonista. Una escena que es soplo de aire fresco, reconfortante y divertida. Son esos pequeños detalles los que convierten esta obra en un libro que debe ser leído por todos.

Lánzate a Loxandra si te apetece una historia sobre mujeres valientes, si te apetece un libro que te recuerde lo importantes que son las madres y las abuelas, y que te haga recordar que la vida hay que intentar disfrutarla en cada momento, vengan como vengan, porque la vida pasa y no todos tenemos una escritora cerca como María Iordanidu para que haga nuestro recuerdo indeleble.

¡Nos vemos en la próxima reseña!

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