Hace algo menos de dos meses me hice con este y otros libros, y subí una foto a Instagram para que me recomendarais por cuál empezar. No os pusisteis de acuerdo, pero todos los comentarios animándome a leer este libro iban en el mismo sentido: es demoledor y duro. Y recomendar un libro con esos calificativos es atrevido porque no tengo claro que anime mucho a leerlo. Sin embargo, conmigo surtió efecto. Y aquí estoy, con el corazón cerrado y la respiración entrecortada. Si supiera llorar con los libros este estaría salpicado de lágrimas. Pero, con esta reseña, voy a conseguir que os acabéis animando a leerlo, porque entre toda la crudeza y dureza de la novela, vais a encontrar la belleza. Y realmente el libro es precioso. Es un libro que supura amor en todas las páginas. Amor del de verdad, del que Beigbeder no cree que exista (o sí…).
El libro narra la intensa despedida de un hombre a su esposa, una mujer en sus últimos días por un cáncer terminal. Pero, ¡osti tú, no es sólo la historia, que es brutal, es cómo está escrito! Las palabras son misiles directos a la línea de flotación. El libro empieza muy arriba, mientras te sitúa a los personajes, Yglesias se desmarca con esto:
“Lo cierto es que en compañía de la enfermedad de Margaret no tenía ni un momento de paz. Hiciera lo que hiciera, se sentía culpable y avergonzado. Ella iba a morir y él no; en la guerra no declarada del matrimonio, era una victoria atroz”.
No hay mejor resumen del libro. Esta cita resume a la perfección la historia y el tono. Es un libro que desgarra, que te abre en canal y te hurga sin miedo a hacerte sangrar a chorro. No por nada en especial, sino porque si eres una de esas personas que reflexiona sobre qué hacemos en el mundo, para qué estamos aquí, para quién o quiénes, y qué haremos cuando dinamiten todo nuestro castillo de naipes…entonces te sentirás reflejado. Es inevitable.
Enrique, el protagonista, es un ser absolutamente normal, cruel y mimoso a partes iguales. Abnegación y amor son las palabras que mejor le definen. Y razonamientos como este son los que no dan tregua a lo largo de los capítulos:
“Cuando los nietos de Margaret nacieran, no tendría a nadie con quien compartir el milagro de que su hijo tuviera un hijo. Sí, estaba molesto con todos ellos por pedirle que los hiciera sentir mejor ahora que una parte de su mundo tocaba a su fin, el mismísimo centro de su mundo se deshacía en sus manos, le resbalaba entre los dedos y se derramaba sobre el suelo. Pronto, muy pronto, de su corazón solo quedaría un charco”.
Las relaciones de pareja, el matrimonio, la convivencia con el ser amado, está lejos de ser un camino fácil. A lo largo de los veintinueve años de relación de Margaret y Enrique, lo han pasado requetebién (y estas son las treguas que tendrás leyendo) y han sufrido como pareja las dudas de la rutina, del proyecto a medio y largo plazo que es una relación estable, de si merece la pena luchar y seguir apostando al mismo número.
Enrique se plantea cosas que nos planteamos el común de los mortales. En un momento de la novela Yglesias escribe lo siguiente:
“Si un desconocido le hubiera preguntado, en cualquier momento de su matrimonio, aquel día incluido, qué le había dado a Margaret como marido, jamás se le habría ocurrido mencionar el placer de su compañía. (…) ¿Cómo era posible que Margaret, que había vivido con él durante casi tres décadas, hubiera pasado por alto el hecho de que era un pelmazo?”
¿Quién no se ha infravalorado en una relación de pareja? ¿Quién, por pura admiración, no ha pensado alguna vez que su pareja era mucho mejor persona que uno mismo? De la misma forma que Enrique, todos nos hemos planteado esto alguna vez.
Pero el dolor le lleva a relativizar la importancia de las cosas. Yo quiero ver siempre el mundo así. Poco después de la cita que acabo que rescatar, Enrique (que es escritor) llega a una conclusión jodidamente brillante:
“Por fin, después de décadas de darle vueltas, tras haber visto morir a su padre lentamente y ahora ver cómo la madre de sus hijos se consumía poco a poco, estaba convencido de que la muerte era algo más que la mejor manera de resolver la historia de un personaje, que la muerta era, de hecho, real. (…) Y con esa comprensión acompañándolo día y noche, sonaba a falso enfadarse por nada, ni siquiera por la muerte, pues la muerte era, después de todo, la consecuencia más ecuánime de la vida”.
¡Toma ya! ¡Baila! Y con esto en la cabeza, Enrique se desvive por su mujer, se vuelca en su enfermedad. Es su mejor compañero, enfermero, confidente, secretario de agenda, marido y padre. Enrique lo es todo en los últimos y penosos días de la vida de Margaret, como lo fue todo cuando su relación iba «viento en popa a toda vela». Enrique se sentía útil, lo hacía todo por el bien de Margaret, tanto es así que admite que “estaba ese pensamiento mágico no reconocido: mientras la cuidara, viviría”. Creo que esta idea es la piedra angular que da sentido la vida de miles de personas en el mundo de las que dependen la vida de sus seres queridos: hijos con alguna discapacidad, hermanos dependientes, padres muy mayores, parejas que se convierten en enfermos terminales…
El libro no miente, transmite a la perfección la verdadera intimidad, la que se alcanza con el esfuerzo y la dedicación de dos personas que han elegido permanecer juntas hasta el final. Y aquí es donde reside la belleza del libro que os decía al principio de esta reseña. Y de verdad que acabas el libro con el corazón cerrado y la respiración entrecortada, pero deseando encontrar a alguien que te haga sentir como se sienten Margaret y Enrique compartiendo su vida (y su muerte).
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