Una universidad más humanística y menos profesionalizante es una tarea inaplazable
Sé que, si me dejo guiar por los likes, los ensayos no os gustan… pero esta semana la voy a dedicar a ensayos sobre educación. Si el miércoles os hablé de La reproducción de Bourdieu (que no tiene nada que ver con descendencia del sociólogo francés) hoy os traigo El rebaño excelente, de William Deresiewicz, una crítica sobre la educación universitaria de élite que se imparte en las cinco grandes universidades americanas, conocidas como la Ivy League. Llegué a este libro gracias a una de las muchas conversaciones con Tania, amiga y profesora de la Universidad Complutense de Madrid, sobre la importancia de la formación humanística universitaria.
El ensayo analiza el sistema universitario americano y las repercusiones que este tiene sobre los estudiantes, los profesores y la sociedad en su conjunto. En la introducción del texto el autor explica que el libro nace gracias a la gran repercusión que tuvo un artículo que publicó denunciando la situación que vivían los estudiantes de las grandes universidades de élite. La repercusión del texto le sirvió para darse cuenta de que “[se] había hecho eco de un amplio descontento existente entre los jóvenes más destacados de nuestro tiempo: la sensación de que el sistema los estaba estafando al negarles una educación significativa, inoculándoles valores que rechazaban pero que de algún modo no podían superar, y fallándoles a la hora de pertrecharlos para que construyeran su futuro”. Resulta que estos chicos y chicas habían aprendido a ser estudiantes, “no a usar sus cabezas”, la universidad manifestaba un “desprecio al aprendizaje como un fin en sí mismo” y transmitía a los estudiantes una peligrosa aversión al fracaso: “la perspectiva de no tener éxito los aterroriza, los desorienta, los derrota. Llevan toda la vida temiendo el fracaso, a menudo y en primer lugar a causa del miedo de sus padres al fracaso. El coste de no estar a la altura, incluso temporalmente, no solo tiene consecuencias prácticas, sino existenciales”. Deresiewicz escribe el ensayo desde las experiencias de profesores y estudiantes de estas universidades y, tras todos estos testimonios, sostiene que “no es un razonable que hayamos construido un sistema educativo que produce gente competente y de gran inteligencia de veintidós años que no tiene ni idea de qué hacer con sus vidas; personas sin sentido alguno del propósito y, lo que es peor, que no entienden de qué modo podrían encontrar uno. Seres humanos capaces de seguir un sendero determinado, pero carentes de imaginación -o del coraje o de la libertad interior necesaria- para inventarse uno propio”.
A partir de aquí, el autor va desgranando diferentes dimensiones del problema. Desde las implicaciones personales a las familiares, pasando por las institucionales (acceso a la universidad, contenidos, el perfil de los estudiantes -esto es demencial, los clasifican en “estudiantes redondos o en punta”-, rol de los docentes, importancia de los rankings…), pasando por la necesidad de una educación más humanística alejada de la productividad y el rendimiento. El capítulo 5, ¿para qué sirve la universidad?, deberían regalarlo como lectura al inicio de curso a todos los profesores del mundo, y de paso a los estudiantes, a sus familias, y de paso a la sociedad en general. Es necesario cambiar la visión que tenemos de la formación universitaria. A la universidad no se viene a encontrar trabajo, se viene a aprender a pensar y a pensarse a uno mismo; “una educación de veras te lanza al mundo con preguntas a cuestas, antes que con un currículum”: debería ser el lema de todas las universidades del mundo; a la universidad, dice Deresiewicz se debería ir a la universidad a lo mismo que a los monasterios, a averiguar para qué se ha ido.
El trabajo cierra con una reclamación, “le ha llegado el momento a la meritocracia hereditaria de iniciar su propia autodestrucción. El sistema ya ha dejado de funcionar (…). Ha perdido su autoridad. Ha perdido su legitimidad. El nuevo reparto debe asegurar que los privilegios no puedan heredarse. El sistema educativo ha de actuar para mitigar el sistema de clases, no para reproducirlo”. Si empecé la semana con Bourdieu hablando de la reproducción del sistema de clases, la termino con Deresiewicz animándonos a actuar contra esa reproducción. Y es que lo contrario de la desigualdad hereditaria no significa que todos los estudiantes deban tener lo mismo, sino que todos han de tener lo suficiente.
Leed a Deresiewicz si os interesa la educación, si os preocupa la sociedad actual y las generaciones futuras, si queréis un mundo diferente (ojalá mejor) y no sabéis por dónde empezar. Empezar proponiendo una educación más humanística siempre es una buena idea.
¡Nos vemos en la próxima reseña!
PS. Y solo un apunte más, Deresiewicz se centra en la ansiedad del estudiante universitario de la Ivy League, y los estudiantes de las universidades españolas no están a ese nivel de exigencia y ansiedad (ni por asomo), pero un perfil parecido lo tenemos en el cuerpo de docentes universitarios. Los profesores de universidad vivimos en una altísima exigencia docente, investigadora, de gestión y de transferencia. Continuas acreditaciones, sexenios de investigación, programas de excelencia docente, publicaciones de alto impacto, asistencia a congresos internacionales, cargos de gestión, libros científicos y de divulgación… por no hablar de que un docente universitario debe ser una persona culta, comprometida con la sociedad, actualizada en su ámbito y un referente mediático, político y de opinión fundamentada. Todo esto te hace entrar en una espiral en la que todo te parece poco, no disfrutas de los logros porque ya estás mirando al siguiente escalón, y los mejores años de tu capacidad física y mental los dedicas a una carrera (profesional) absurda donde hay más zancadillas que palmaditas. Eso sí, tenemos pocas clases y no nos podemos quejar, aunque cobremos menos que un profesor de instituto. Pero esto es otro libro.
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