Reseña de Ser rojo de Javier Argüello

Un texto que interpela al lector y le invita a replantearse posiciones

Hay libros que te llaman la atención desde el primer momento. Ser rojo es un título lo suficientemente sugerente como para hojearlo y ojearlo. El vistazo que eché al libro en la librería ya me sirvió para animarme con él. No estamos ante un libro que vaya a pasar a los anales de la literatura, ni consolide al autor como un referente en género alguno. No vamos a descubrir nada nuevo, pero es un libro que va a cultivar nuestro fondo cultural y político. Ser rojo de Javier Argüello es una oportunidad (otra más) para conocer de cerca los movimientos políticos y sociales del siglo XX en torno a las ideologías socialista y comunista. Lejos de justificar atrocidades, Argüello consigue separar el agua del aceite, las ideas de las personas que las llevaron a la práctica, y defiende con vehemencia la necesidad de retornar a las grandes aspiraciones colectivas de comunidad, convivencia y redistribución que auspiciaron las revoluciones rojas del siglo XX. Ser rojo, defiende el autor, es una necesidad para poder seguir llamándonos Humanidad.

Ser rojo es un alegato a favor de las políticas progresistas, de la justicia y el compromiso social, de la redistribución de la riqueza y el control de los medios de producción, de la igualdad efectiva entre personas sin discriminación alguna por razón de sexo, raza, religión, poder adquisitivo u orientación sexual, al final del texto el propio autor explica que “soy rojo porque creo que la comunión de los hombres sigue siendo el objetivo (…) Soy rojo, sobre todo, porque no nos queda alternativa. Porque o conseguimos hacerlo distinto o nuestra historia llega hasta acá (…) Por dignidad y por belleza. Por orgullo bien entendido. Por medirse contra lo eterno y no contra el día de mañana. (…) Por sentir que no está perdido y por pensar que, si lo estuviera, igual lo tendríamos que intentar. Por tozudez y por compromiso. (…) Por abrazar la distancia entre el primer segundo y el infinito. Porque aunque el mundo se ponga negro, el único camino vivible sigue siendo el de la rojedad”.

Para razonar este posicionamiento ante el mundo, Argüello despliega una serie de instrumentos argumentativos que funcionan bien. Teje una red entre su biografía y los acontecimientos políticos de su infancia y juventud. La historia de sus padres y sus decisiones en torno a los hechos que vivieron. Se refiere a Cuba, “ellos venían de acabar con la dictadura de Batista y ahora mandaba Fidel, y nosotros no veíamos que eso fuera una nueva dictadura porque era comunista, y el comunismo era la liberación del capitalismo, que era el opresor” y aclara que su padre “nunca simpatizó con la lucha armada (…) para él la política fue siempre una herramienta para pensar el mundo, para analizarlo y para intentar dar con las mejores formas de organizarlo, pero nunca una excusa para llegar a la violencia”. Se detiene en el caso chileno, que vivió muy de cerca, y lo explica con paciencia y atino, “Allende fue candidato tres veces antes de salir elegido. El partido socialista y el partido comunista eran partidos fuertes, no eran grupitos clandestinos como en Argentina. Eran muy democráticos, pero ese interrumpió cuando llegó el gobierno de la Unidad Popular. Cuando ganó Allende la intolerancia de la derecha fue radical. La democracia estaba muy bien mientras cada uno se mantuviera en su lugar. Que los pobres tuvieran de repente acceso a un poder real fue algo que los ricos y la clase media no pudieron tolerar (…) En un país latinoamericano ganaba el marxismo en unas elecciones libres (…) Era, literalmente, un sueño que se cumplía”. Pero el sueño se tornó pesadilla, “Chile siempre había sido un país muy democrático, por eso muchos organismos internacionales se habían instalado ahí, y la caída de la Unidad Popular representaba el fin de esa larga tradición. No era solo el fin de un gobierno, era el fin de una era y de una manera de hacer las cosas que había otorgado a Chile una identidad y una dignidad (…) Cuando una parte de Chile aceptó aliarse con la CIA para restaurar el orden, de algún modo entregó su alma”. Y sus padres decidieron quedarse a ayudar, “tenían el deber moral de no subirse a los botes antes de haber ayudado a la mayor cantidad de pasajeros posible. Y en ese gesto, quizá, el barco viviría, porque no se trataba del barco sino del gesto, de saber que de nada sirve salvarse a uno mismo si mientras tanto dejamos que se ahoguen todos los demás (…) la idea de que hacer lo correcto vale más que la seguridad. Quizá por eso me he dedicado a escribir libros por más que sepa que no resulta rentable. Quizá por eso es que mi padre se dedicó a salvarlos cuando ya no podía salvar nada más”.

Las dictaduras sean del color que sean esconden las mismas miserias, “a diestra y siniestra se esconde el enemigo –recuerdo que apunté en mi libreta–.  De diestra y siniestra se disfraza y conserva siempre el mismo rostro. Creo no exagerar si afirmo que en esa frase se encierra quizá la lección de sociología política más importante que aprendí en toda mi vida”. Pero la riqueza siempre está en los matices y en las pequeñas cosas. Allí, entre la gente sencilla y sin responsabilidades políticas es donde encontramos la verdad de las grandes decisiones políticas de los estados. Sostiene Argüello que “la historia de las dictaduras y de los destierros esconde siempre desgarros mucho más sutiles que generalmente se ocultan bajo el peso del contexto, pero lo cierto es que la vida se juega más en esos detalles que en los acontecimientos recogidos en los libros de texto”, y añado yo: por eso este libro tiene sentido.

Argüello también nos sugiere algunas preguntas que incitan a respuestas incómodas (las preguntas no son incómodas, lo son siempre las respuestas). Por ejemplo, hacia el final del libro nos pregunta a los lectores, “¿Qué celebrábamos cuando celebrábamos la caída del muro?”, y argumenta su respuesta (que va implícita en la pregunta) de la siguiente forma, “¿Qué las calles de Praga (…) se llenaran de anuncios y de tiendas de diseño? ¿Qué la nueva aspiración de los jóvenes que una vez quisieron cambiar el mundo fuera salir en las revistas y conducir coches de lujo? El comunismo había fracasado. ¿Y el capitalismo había triunfado? ¿Era un triunfo esto que estábamos viviendo? El régimen comunista había oprimido y encarcelado y torturado y asesinado ¿Y no habían hecho lo mismo los regímenes que el capitalismo había colocado aquí y allá para impedir el avance del temido enemigo? (…) ¿Qué es lo que había fracasado en realidad? ¿El régimen de Stalin, un dictador tan perturbado como cualquier otro, o la idea de que el bienestar individual tenía que estar ligado al bienestar colectivo? ¿La persecución del lucro como el valor supremo? ¿El culto al consumismo desenfrenado? ¿Los logros materiales como la única medida de la felicidad y el éxito de un individuo? ¿Era eso lo que llamábamos el triunfo de la libertad?”. Al menos son preguntas que te obligan a pensar la respuesta y ese ejercicio es sano en sí mismo. Al final del razonamiento incorpora un testimonio de un anciano ruso y comunista que decía lo siguiente, “nadie me tiene que explicar a mí las atrocidades del régimen (…) eso no tiene ninguna justificación, pero tampoco tiene nada que ver con las ideas que defendíamos (…) Soñábamos con dejarles a nuestros hijos un lugar en el que las personas se ayudaran unas a otras, donde el beneficio individual no se antepusiera al bienestar colectivo ¿Qué culpa tenemos de que nuestros dirigentes se hayan corrompido? ¿Acaso no se corrompen en el capitalismo? (…) ¿Se imagina un mundo en el que el dinero no importe? En ese mundo crecí yo (…) Nosotros soñábamos con cambiar el mundo. ¿Con qué sueñan los jóvenes hoy en día? ¿Con un Mercedes Benz? Soñar con un Mercedes Benz no es soñar de verdad”. Y es verdad, soñar con el último iPhone no es soñar de verdad.

El socialismo y el comunismo, defiende Argüello, fracasaron por las personas que lo dirigieron, no por las ideas que proponían, “las experiencias socialistas y comunistas del siglo xx encarnan el fracaso del ser humano a la hora de intentar estar a la altura de esas ideas” y es que la responsabilidad de dar forma a las ideas están en los individuos y nosotros hemos perdido la capacidad de llevar a cabo grandes ideas porque nos hemos dejado llevar por algunos vicios difíciles de controlar, “mientras sigamos siendo los mismos no podemos esperar que el mundo sea diferente, porque somos nosotros los que damos forma al mundo (…) El campo de batalla queda hoy en nuestro interior”.

En definitiva, estamos ante un libro muy entretenido, sobre todo para aquellos que comulguen con el ideario socialista y comunista. A mi juicio abusa de las consignas políticas, los titulares y las frases mitineras, pero es cierto que también enganchan y mantienen la atención y la motivación en el lector progresista. Quizás, el rollo familiar se haga un poco pesado, pero estamos ante un manual de sociología política progresista que no debemos despreciar por el contenido autobiográfico. Es un libro entretenido, muy sencillo y leer y que interpela continuamente al lector, tanto al rojo convencido como al liberal o conservador que se atreva a leer cosas que le puedan parecer incómodas (que es un ejercicio muy interesante). Leedlo, es necesario salir de vez en cuando de la zona de confort.

¡Nos vemos en la próxima reseña!

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