Un dilema moral sempiterno tratado con maestría
Es mi cuarto Las afueras y, oye, será casualidad o no, pero de momento no han desentonado. En este caso un libro muy interesante del que saldrán conversaciones con amigos: Memorias de un antihéroe de Kornel Filipowicz. El escrito polaco estuvo prisionero en un campo de concentración del que escapó, creció en la Cracovia más cultureta haciendo gala de su buen criterio literario. Zagajewski firma el prólogo de la obra y sostiene que “Memorias de un antihéroe es un cuento filosófico. Tiene por objeto despertar el asombro, conducir a la reflexión. Debe mostrarnos la guerra, la ocupación, desde otro prisma, como a través de unas lentes de aumento”.
En Memorias de un antihéroe Filipowicz explora la mente de un superviviente a la Segunda Guerra Mundial. Un polaco sin ínfulas de grandeza que disfruta de la tranquilidad física y espiritual. Las vicisitudes de la contienda política y bélica no le generan la menor inquietud intelectual o visceral “no siento el más mínimo deseo de exponerme a la muerte solo para alcanzar la gloria póstuma”. Esta insulsez vital responde a una necesidad más apremiante: sobrevivir. Los héroes no sobreviven, los héroes mueren, incluso, según nuestro protagonista, “los héroes no existen. En fin, ¿qué se yo?, tal vez sí; de todos modos, yo no tengo aptitudes para serlo. El ejército que tenía que defendernos a mi país y a mí ha perdido la guerra. El país ha sido ocupado por los vencedores. Pertenezco a quienes perdieron la guerra y tengo que someterme a los que ahora ejercer el poder. Seguro que hay locos que querrán seguir resistiéndose. La mayoría de ellos morirá y, con ellos, su heroísmo”. Su tibieza llega a ser inhumana en situaciones de lo más dramáticas, “tenía varios conocidos judíos, incluso con algunos de ellos me relacionaba con cierta familiaridad; pero, en realidad, su destino me era completamente indiferente”. Desde las primeras decisiones que estaba obligado a tomar ya fue firme en su planteamiento; tras la ocupación nazi reflexiona de la siguiente forma, “¿Y ahora tenía que ser un don nadie? ¿Huir al extranjero, como hacen algunos? La misma huida entraña un riesgo bastante grande, y lo que viene después es una completa incógnita. ¿Cuánto va a durar la guerra?”. Su ceguera ante las miserias y las atrocidades de la maquinaria nazi no le convierte en insensible, nuestro protagonista siente miedo y “además del miedo, otro sentimiento me acompañaba también en las horas de espera: el deseo de que lo que tuviera que ocurrir sucedería cuanto antes”.
La victoria en la guerra cambia de bando, pero su estulticia impertérrita se mantiene, “los rusos avanzaban imparablemente. Los alemanes mantenían los frentes, pero ya no controlaban como antes la vida en el interior del país. La administración alemana dominaba todavía las ciudades grandes, pero en provincias, en los pueblos y los bosques, los partisanos campaban a sus anchas. Yo esperaba y me sentía cada vez más tranquilo. Era un estado muy similar al que viví en los primeros días de la guerra. El destino de los alemanes me era indiferente”. Su actitud frente a los acontecimientos la mantendrá con la liberación soviética, “cuando finalmente logré abrir la ventana, el aire helado me cortó la respiración. Miré hacia la calle (…) y en la esquina de la calle vi un gran tanque con la estrella de cinco puntas (…) Cerré la ventana. Así que ya había sucedido. El único pensamiento claro que me vino a la cabeza en ese momento fue el firme deseo de que lo que había ocurrido lo que más había temido, y yo seguía vivo, tenía que centrarme en sobrevivir”. Incluso en este punto le traerá algunos disgustos con sus conciudadanos y vecinos, “mi reserva a hacer juicios sobre el futuro del socialismo creó a mi alrededor un ambiente de sospecha (…) Yo nunca seré socialista, pero eso no importa. Mi simpatía por aquellos que vencieron no tiene nada que ver con mis convicciones. Yo estoy muy por encima de los ideales, no sucumbo a la vacilación, ni a la indecisión, como muchos idealistas, ni tengo escrúpulos, como los patriotas. Yo estoy por encima de todo eso. Yo no tengo ideología”.
Las circunstancias van cambiando, pero su necesidad de sobrevivir se mantiene y, a medida que pasa el tiempo, nuestro protagonista va haciendo balance: “hay que reconocer que no me había ido mal; no pagué un precio demasiado alto por la única cosa valiosa que existe en este mundo: mi propia vida”. Y no le falta razón cuando, atendiendo a sus principios, exhala “¡Y pensar que podrían exigirme que voluntariamente ponga mi vida en peligro! ¿Con qué derecho? ¿En nombre de quién?”. Todo esto puede parecer abominable desde el compromiso social y ciudadano, pero es difícil juzgar al protagonista sin sentirse interpelado y sin verse en una situación similar. Este personaje es un tibio por necesidad, las contingencias le obligan a hacerse “bicho bola” y sobrevivir bajo un caparazón sin ideología y sin compromiso. Decían Héroes del Silencio “detesto a los tibios de vocación” y siempre me sentí identificado con esta frase, yo también los detesto y detestaría al protagonista si fuese un tibio por vocación, pero es que, a pesar de todo lo que ha tenido que tragar y el perfil bajo que tuvo que asumir, a pesar de sobrevivir “no me sentía feliz del todo. Algo me hacía daño, una molestia minúscula, como si se me hubiera metido una piedrecita en el zapato. (…) Me preguntaba qué me impedía sentirme un hombre plenamente feliz. ¿Sería que, pese a todo, se escondía en mi interior, en algún recóndito lugar, cierto rencor hacia el mundo y la gente, porque nunca me obligaron a realizar ningún acto heroico, como suele ocurrir en las guerras? (…) Al final llegué a esa conclusión. En fin, todos tenemos momentos de debilidad…”.
En definitiva, un libro para disfrutar, para pensar y para debatir con amigos alrededor de una mesa con pizzas y cervezas. Y el mérito es de Filipowicz porque historias como esta hay muchas, el mérito del autor es la profundidad psicológica que adquiere y las situaciones a las que somete al protagonista para darle sentido a la novela. Dice Zagajewski en el prólogo que “la prosa de Filipowicz, si la leemos con atención, contiene también un autorretrato enormemente sutil del autor. Aquí la filigrana es el humanismo. El hombre erguido, por mucho que lo intente, no es capaz de ocultar su nobleza, ni en la vida ni en los libros”. Y es que, a pesar de todo, Memorias de un antihéroe supura genialidad y compromiso social. Leedlo, masticadlo, rumiadlo, debatidlo con amigos, hablad de él y ojalá terminéis siendo comedidos en el juicio. Eso sí, que no parezca que es un libro permisivo con los totalitarismos, este es un libro antifascista que forma parte de esos testimonios culturales antifascistas que tanta falta nos hacen y de los que el sábado os traeré otro ejemplo. Estad atentos y…
¡Nos vemos en la próxima reseña!