Mejor que Lolita
El ajedrez tiene ese componente casi mágico para mí. Cualquier persona que juega al ajedrez merece inmediatamente mi respeto. Nada tengo que decir si encima sabe de ajedrez, de jugadores, movimientos, partidas épicas, etc. Creo que tiene para mi algo parecido a alguien que sabe tocar un instrumento musical. Inmediatamente me cautiva y me interesa. Este gusto por el ajedrez no se corresponde con mi nivel como jugador, soy pésimo porque soy impaciente. Así que solo me queda la Literatura para vivir esta vida que nunca podré desarrollar por mí mismo. Y aquí soy un poco friki. El ajedrez y la literatura han tenido una relación cercana, por ejemplo, Borges la inmortalizó en su poema y Carroll expuso a su Alicia como un trebejo en una partida onírica incontrolada (seguro que hay más referencias y estaré encantado de que me las acerquéis porque pienso seguir disfrutando de novelas sobre este juego infinito y sumamente atractivo). He leído alguna otra novela sobre ajedrez como La novela de ajedrez de Stefan Zweig o Duelo de alfiles de Valero. Fue a partir de esta última como llegué a La defensa de Nabokov y a otra que no la localizo porque está descatalogada: Campos de fuerza de George Steiner (si alguien quiere hacerme un buen regalo, aquí tiene uno).
En La defensa Nabokov (amante del ajedrez) presenta a Luzhin, un joven inadaptado que descubre en el ajedrez una razón para vivir. Nada se le da bien, no rinde en el colegio y tiene grandes dificultades para relacionarse socialmente. Al descubrir el ajedrez su mundo empieza a tomar forma. Cuando el padre se da cuenta de ello se dirá “no solo se divierte con el ajedrez, sino que parece celebrar un rito sagrado”. Y es que Luzhin, “no contemplaba las talladas crines de los caballos ni las cabezas brillantes de los peones, pero sentía con toda claridad que esta o aquella casilla imaginaria estaba ocupada por una fuerza definida y concentrada, de modo que le era posible concebir el movimiento de una pieza como una descarga, una sacudida o el fulgor de un relámpago, y el tablero entero de ajedrez se imantaba de tensión, y sobre esta tensión él ejercía un dominio total, concentrando aquí y liberando allá toda la energía eléctrica (…) el cansancio físico no era nada en comparación con la fatiga mental que era su premio por el intenso esfuerzo y el éxtasis implícito en el juego mismo, que él dirigía desde una dimensión celestial en la que sus instrumentos eran cantidades incorpóreas”. (Vaya descripción… Nabokov con el “modo genio” ON).

La entrega por el juego y todas sus posibilidades acaba convirtiéndose en una obsesión y Luzhin “aceptaba la vida exterior como algo inevitable, pero ni mucho menos interesante”, toda su vida estaba en esas 64 casillas negras y blancas. Su obsesión termina por descontrolarse con la muerte de su padre, y nuestro protagonista “se sumergió con melancólica pasión en nuevos cálculos, inventó combinaciones y vagamente comenzó a intuir la clase de defensa que le era necesaria: una defensa deslumbrante”. En este momento Nabokov empieza a diluir la delgada línea que separa la realidad del juego, y esa defensa ajedrecística se puede entender también como una defensa psicológica, vital, de supervivencia, el escudo que crea Luzhin ante el mundo que le rodea. Llegará a ser un gran maestro. Llegará a la cúspide del ajedrez. Y en su partida cumbre… será devorado por sí mismo y por un movimiento inesperado de su oponente. Ese momento es también el zénit de la novela, Nabokov da una masterclass de ritmo literario: el capítulo ocho, la partida decisiva con el gran maestro Turati, rival de Luzhin. Aquí Nabokov convierte al ajedrez en un elemento poético, sublime, rozando la perfección. Dos mentes brillantes. Dos concepciones de ser y estar. Dos universos. Casi un Fisher – Spassky.
A partir de ahí la vida de Luzhin cae a los infiernos y el libro con él. La novela empieza a hacerse pesada, contenida, taciturna, lúgubre (como el museo), gris, plomiza… pierde frescura y ritmo. La locura que viene después de la obsesión absorbe la historia y el lector baja a los infiernos en los que Luzhin se mantiene con vida, diría que casi sin pulso, a merced de los cuidados de su esposa, pero sin un motivo para sonreír. Esta decadencia alcanza sus cotas más altas con una alucinación, al más puro estilo John Nash en Una mente maravillosa con los mensajes nazis escondidos en los periódicos. Luzhin empieza a ver como su vida tras el ajedrez es una repetición de su miserable vida antes del ajedrez, “con vaga admiración y vago horror observó cuán pasmosamente, con qué elegancia y flexibilidad, jugada tras jugada, se habían repetido las imágenes de su infancia, pero no lograba comprender por qué esa repetición le inspiraba tanto temor a su alma”. A partir de este momento “no habría descanso para él; debía, si era posible, idear una defensa contra esa pérfida combinación, liberarse de ella y para ello tenía que prever un objetivo final, una dirección definitiva, lo que aún no parecía posible hacer. Y era tan alarmante la idea de que la repetición probablemente continuara, que sintió la necesidad de detener el reloj de su vida, suspender para siempre la partida, permanecer inmóvil, y al mismo tiempo se dio cuenta de que continuaba existiendo, que una especie de preparativos se habían puesto en marcha, un desarrollo furtivo, y que él no tenía poder para detener ese movimiento”. El destino como contrincante en la partida de ajedrez que era su vida. Para salir de ese destino inevitable, “su proyecto consistía en cometer por propia voluntad un acto absurdo e inesperado que estuviera fuera del orden sistemático de vida, y de esa manera confundir la secuencia de jugadas tramadas por su contrincante”. Este movimiento inesperado es el que años antes, Turati (su contrincante en la partida definitiva), realizó y logró despistar hasta la psicosis a nuestro protagonista. No os diré cómo avanza la novela desde este punto, pero a veces los adversarios son mucho más perspicaces que tú. Así se gana al ajedrez, adelantándote a los movimientos del contrario, jugando tres o cuatro movimientos por delante del oponente. Anticipación y ajedrez son lo mismo. Y eso Luzhin, un gran maestro, no se lo esperaba.
Nabokov crea una novela perfecta. El ajedrez le funciona a la perfección. Continuamente me venía a la cabeza El séptimo sello de Bergman, película en la que la muerte juega una partida con un caballero cruzado.

Creo que en La defensa hay algo así en la cabeza del protagonista y en la del autor. Esa relación entre el ajedrez, el destino, la vida y la muerte, los oponentes, las estrategias, los intereses partidistas y las intenciones ocultas de todas las personas (trebejos) que te rodean. Al final del libro no sabes si la locura de Luzhin es real o infundida. Es la maestría de Nabokov para profundizar en la mente de sus personajes y retorcerlos implacablemente la que brilla en toda la novela. Leed a Nabokov siempre que podáis y no dejéis de acercaros a esta obra maestra de la literatura universal.
¡Nos vemos en la próxima reseña!