“Muchas veces me imagino que hay un montón de críos jugando a algo en un campo de centeno y todo eso. Son miles de críos y no hay nadie cerca, quiero decir que no hay nadie mayor, sólo yo. Estoy de pie, al borde un precipicio de locos. Y lo que tengo que hacer es agarrar a todo el que se acerque al precipicio, quiero decir que sin van corriendo sin mirar adónde van, yo tengo que salir de donde esté y agarrarlos. Eso es lo que haría todo el tiempo. Sería el guardián entre el centeno y todo eso. Sé que es una locura, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer”.
No sé si puedo recomendar este libro, seguramente esté siendo el último en leerlo. Pero es que no puedo resistirme. Es maravilloso.
La clave de su éxito está en el lenguaje. Y no es tanto que introduzca el registro coloquial en la literatura americana de posguerra (se publica en 1951), sino que consigue cuajar un estilo natural, fresco, urbano y directo que esconde un monumental trabajo de artificio idiomático. Salinger no habla como un adolescente dado a la paja mental: es que inventa ese arquetipo para los restos.
La metáfora central, la del deseo de Holden de convertirse en el guardián que se esconde entre el centeno y que sujeta a los niños antes de que se despeñen por el barranco de la vida adulta, una de las más poéticas de la literatura del siglo XX.
Caulfield critica a los adultos, falsos, hipócritas, imbéciles, mientras que aprecia a los niños, espontáneos, inocentes, generosos. Y por eso, lo que de verdad le gustaría es vigilar que los niños no caigan por él. Evitar que se hagan mayores. Pero eso es imposible, y de ahí la crisis de Holden.
Holden es un arquetipo. Como el Hamlet de Shakespeare. O la Lolita de Nabokov. Y de la misma manera que Nabokov inventó las nínfulas, Salinger inventó los adolescentes existencialistas.
Léanlo. Es un clásico, sí. Pero, algo tendrá el agua cuando la bendicen…