Reseña de La muerte de Jesús de JM Coetzee

Coetzee descoloca al lector y le obliga a pensar

El último experimento de J.M. Coetzee se cierra con La muerte de Jesús. El nobel sudafricano ha vuelto a sorprender a sus lectores con un estilo más desarraigado aun donde el mensaje es ambiguo y el contexto inexistente. En el 2013, con La infancia de Jesús, Coetzee produjo un terremoto que arrojó a lectores y críticos a la perplejidad e incluso a la irritación. ¿Qué era aquello y, sobre todo, a qué propósito obedecía? Desconcierto, tomadura de pelo, abuso de posición dominante, la inteligencia fría de Coetzee parecía haberse pasado de la raya. Tres años después, en el 2016, Coetzee publicó Los días de Jesús en la escuela, algunos de los perplejos corrigieron su primera opinión: era obvio que se trataba de un ciclo novelístico y esta segunda entrega, menos mal, incurría en los ingredientes habituales de una trama al uso, sujeta al proceso de adiestramiento en las banalidades y misterios de la vida. La prosa seguía siendo espartana y ese aprendizaje se articulaba en los abundantes diálogos de aire entre evangélico y socrático que caracterizan todo el ciclo.

Esta tercera y última parte, La muerte de Jesús, culmina la trilogía, completa el proyecto y permite, en consecuencia, valorar el sentido de la audacia o la temeridad literaria de un escritor deslumbrante. Fiel a la sobriedad de estilo y técnica, Coetzee avanza dos años más en la vida de David, que ya tiene nueve, se sabe el “Quijote” de memoria (para él es el espejo del mundo) y juega muy bien al fútbol. Al conocer un equipo de huérfanos, decide trasladarse a vivir y jugar con ellos al orfanato, para desolación de sus padres putativos. Una caída en el campo destapa un atípico debilitamiento muscular que requerirá su ingreso en el hospital donde Dmitri, ya excarcelado y rehabilitado, ejerce de subalterno. La conducta ingenua del niño, sus preguntas perforantes y directas, sus comentarios oraculares y a la vez enternecedores (su mayor deseo es ser normal), lo hacen acreedor de la adoración de quienes lo rodean, que aguardan de él una revelación, en especial su apóstol Dmitri. Todos necesitan que el mundo adquiera unidad y congruencia: un mensaje que absuelva el caos y el dolor y embeba de sentido lo que no lo tiene.

Coetzee flirtea con el platonismo, pero sin transigir con el cristianismo, su vástago más conspicuo. La vida no se acaba, pero eso que llamamos el yo no perdura bajo ninguna forma. Tenemos los días contados. No hay resurrección, pero sí una eternidad impersonal, “Entonces, ¿cómo es morirse? Como yo me lo imagino, uno está tendido mirando el azul del cielo y se siente cada vez más amodorrado. Después, sobrevive una gran paz. Cierras los ojos y partes. Al despertar, estás en un barco que cruza el océano; sientes el viento en la cara y oyes el chillido de las gaviotas alrededor. Todo parece limpio y nuevo. Como si acabaras de nacer en ese preciso instante. No recuerdas el pasado ni el hecho de morir. El mundo es nuevo, tú eres nuevo y hay una fuerza nueva en tus miembros. Es así” [para mí, Coetzee aquí da las claves de la trilogía, una especie de limbo que convive al más puro estilo Dark con una realidad paralela y dependiente]. Cada vez que se apaga una conciencia, surge otra. Son los puntos de claridad y racionalidad de un universo acechado por la oscuridad y el absurdo. Como advierte David, “el Quijote no es menos real que cualquier hombre”. Todas las creaciones humanas añaden algo al cosmos, introduciendo cambios permanentes en la trágica historia del devenir. O dicho por Borges: todos los hombres son el mismo hombre. La muerte individual es irrelevante porque la vida de la especie prosigue, acumulando recuerdos, enseñanzas, conceptos. De hecho, lo que sabemos procede del pasado, que sigue vivo en nosotros [¡Dark!]. Quizá la misión de David era mostrarnos eso, pero nuestra sed de absoluto, insatisfecha, se niega a reconocer la trascendencia de un mensaje tan nítido y humilde.

No, no me he creído la historia, no he seguido el mensaje mesiánico de Coetzee. Me quedo con Simón, con su racionalidad, con su sencillez y su sentido de la responsabilidad social. Me quedo con las enseñanzas que intenta transmitir a David. Me quedo con “tienes una idea falsa de lo que quiere decir leer. No significa únicamente transformar signos impresos en sonidos. Es algo más profundo. Leer de verdad significa escuchar lo que el libro tiene pare decir, y reflexionar sobre ello… tal vez, incluso, tener una conversación mental con el autor. Significa aprender cómo es el mundo, el mundo tal cual es realmente, no como tú deseas que sea”. Me quedo con “solo te librarás de la ignorancia abriéndote al mundo. Y la mejor manera de abrirte al mundo es leer lo que otra gente tiene para decir, gente menos ignorante que tú”. Y me quedo con “El Quijote, te lo repito, no es el mundo. Todo lo contrario. Es una historia inventada sobre un hombre viejo e iluso. Es un libro entretenido: te transporta a esa fantasía, pero la fantasía no es real. De hecho, el mensaje del libro, precisamente, es advertir a lectores como tú para que no se dejen arrastrar a un mundo irreal, a un mundo de fantasía, como le pasó a Don Quijote” tras advertir que el Quijote es un refugio para David, poco menos que un amuleto cuando sabe que su vida se apaga, pero Simón se empeña en mantenerlo en la cruda y árida realidad terrenal.

La muerte de Jesús se ha traducido antes al castellano que al inglés original por petición expresa de Coetzee; es su forma de culminar la denuncia de la hegemónica cultura anglosajona, y el homenaje definitivo del Nobel sudafricano al idioma español y a su libro más universal, ese Quijote con el que Kafka, Borges, García Márquez o Auster, autores de los que Coetzee se ha ocupado como crítico, también han querido analizar la naturaleza de la ficción.

Como expone Javier Aparicio en El País, “Esta parabólica trilogía, que no pretende emular las sagradas escrituras sino vindicar que toda escritura es sagrada, es ya obra de un autor maduro que atiende a la urgencia que siente de aleccionar con una abstrusa homilía novelada a una sociedad deshumanizada. Capaz de infundir compromisos morales de la mano de su prosa aséptica, hija de la impostura de la sencillez, y de una peripecia anodina si no fuera por la magia de la conjetura y la bendita anfibología, Coetzee narra un limbo que recorremos a tientas tratando de comprender por qué nuestro mundo indefectiblemente hostil siempre merecerá salvíficas iluminaciones como la breve vida ejemplar del pequeño David”. La verdad es que estando de acuerdo con el crítico, me siento más cómodo pensando que todos somos únicos, que los profetas son charlatanes de mirada raquítica, y que leer es la única salvación: una oportunidad para saciar el interés por el conocimiento y una huida a otras vidas que no podremos vivir.

Coetzee lo ha conseguido. Me ha hecho pensar. Me he planteado muchas cosas con este libro. Me he sentido incómodo con David. Me he sentido insatisfecho con Simón. He empatizado con Inés y su cordura inútil y he despreciado a Dmitri. Y esto hay con libros que no pasa, así que deseo larga vida a Coetzee.

¡Nos vemos en la próxima reseña!

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