Una experiencia literaria inolvidable, una historia tan cruda como imprescindible
Hoy os traigo una de las novelas contemporáneas que más me han gustado de las que he leído este año. Cerca de Jedenew es de 2008 y su autor Kevin Vennemann ha revolucionado las letras alemanas con esta propuesta. Me la recomendaron Tipos Infames hace unos meses (antes del confinamiento, qué ganas de ir a Madrid y pasar a veros) y ha sido todo un acierto.
Vennemann sitúa la historia en un bosque cerca de Jedenew, un pueblo inventado, pues pretende ser todos los sitios y ninguno; no hay más pistas que los nombres de unos personajes que suenan en ocasiones a alemán y en otras a polaco, y también sabemos que allí en invierno el frío es endiablado. Y es que todo en la novela son secretos por descubrir: “No respiramos. El lugar está cerca de Jedenew…”, leemos en las primeras líneas de este libro. Pero no sabemos dónde está Jedenew, ni quién nos habla, ni cuándo comienza o termina su historia: sólo el miedo que nos transmite esa voz que habla o delira, esa voz que narra la destrucción de un lugar, de unas granjas, de una memoria, de unas costumbres. Una voz que conoce la inutilidad de hablar y de narrar, “Anna dice sin hablar: si hablamos el viento lleva nuestras voces hasta el valle ahí abajo, así que no hablamos. No hablamos y no nos movemos, no hay nada que decir y no hay nada que hacer”, pero sabe, al mismo tiempo, que debe seguir hablando y narrando para que algo de ese pasado sobreviva. Poco a poco, con avances y regresos, la prosa enredada, poderosa y atonal va desplegando esa memoria, familiar e histórica, donde se confunden los límites temporales, las narraciones y las personas. Ahí, en esa madeja que debemos desenredar con la lectura, se encuentran Anna y su hermana (narradora de la historia), dos niñas que se esconden en una casita de un árbol, “la casa del árbol está en la novena o décima hilera de árboles tras el muro, tenemos buena vista desde la casa del árbol, vemos todo el valle hasta esa parte del muro donde el camino cruza el muro y desemboca en la calle hacia Jedenew”. La novela comienza con las niñas escondidas en el árbol, situación que lejos de ser lúdica y divertida trasmite ansiedad y miedo, “apunta a esa parte del muro donde el camino cruza el muro y desemboca en la calle hacia Jedenew, por donde una docena de camiones vienen desde Jedenew, se adentran en el campo en dirección a nuestra casa y a la granja en llamas de Wasznar. En nuestra cocina revientan las ventanas que quedan. Después revienta cada ventana de la casa”. Vennemann no dice nada, pero al lector le empezarán a surgir preguntas ¿la noche de los cristales rotos? ¿son judíos?… La historia continúa y no vas a tener más información, tendrás que ir completando el puzle que forman las palabras de Vennemann. Las niñas no pueden hacer nada de ruido, “Acordamos que ante el silbido, ante el golpe, se mira afuera, hacia abajo, a través de la puerta siempre abierta de la casa del árbol para ver quién está abajo, antes de reaccionar con el silbido, con el golpe, acordamos que solo entonces se lanza la escalera de cuerda”. La incertidumbre se apodera de las pequeñas “nos decimos qué suponemos que está pasando allí enfrente con nuestra casa bajo la niebla y qué está pasando con nuestro jardín, qué con nuestro pequeño lago y qué con nuestros campos, nos preguntamos si ya no nos buscan desde hace mucho o si ni siquiera se dan cuenta de que faltamos nosotras dos”, pero sabemos que tienen que seguir escondidas en el árbol, pues es el sitio más seguro.
Vennemann escribe en primera persona preocupándose más por construir una voz que por crear un personaje. La niña, demasiado pequeña para comprender lo que está sucediendo, que en realidad es la persecución y el exterminio de un pueblo, se limita a dar fe de lo que puede registrar y siente el impulso de hablar deseando que algo de lo que ha sido ella (sus amigos, su hogar) sobreviva. Durante las primeras páginas, asistimos a un relato febril, en el que las reglas de lo onírico han sustituido a las de la narración. Asistimos a una pesadilla, a una situación caótica vista por ojos inocentes, cuya intención no es otra que transmitirnos lo más importante de esta novela: el miedo. Al imponer un narrador condicionado por la edad, el autor se obliga a escribir utilizando una serie de complejos recursos estilísticos que van desde la aliteración a la repetición de frases, los cambios cronológicos sin previo aviso, la ruptura de las reglas de la descripción hasta la limitación del lenguaje de una niña.
Se trata de una obra sobre la muerte de la infancia: las protagonistas no aprenden qué es lo que deben hacer o decir, sino cuándo deben ocultarse y callar. De ahí la obligación de esta novela que sería exigente con el lector de no ser porque le está pidiendo con cortesía que entre en el juego, en la propuesta, pues el Holocausto no es una enumeración de cifras, no es una reivindicación de un pueblo o un capítulo en los libros de historia: la matanza tuvo rostros y estos eran de seres humanos, de gente que pasaba frío, que apreciaba a su tío porque le enseñaba a pescar en el hielo, de gente que se mantenía firme en su convicción de sacar su vida adelante, de casarse, de comer, de dormir, de no volverse loca. Pues es esto, la pérdida de la cordura, una constante en el libro, el episodio al que asiste la narradora. Alejada de los campos de exterminio y de sus consecuencias, Vennemann se centra en el mundo de la infancia, pues está convencido de que hay experiencias que es necesario transmitir, que la gente debe conocer, y que la función de la literatura es ponerlas a nuestro alcance.
Una novela maravillosa, donde lo que no se cuenta es más importnate que lo narrado, pero en la que lo narrado está tan logrado que no dejas de disfrutar de las situaciones que te va planteando el autor. Una novela preciosa, a mí me ha encantado y creo que la voy a recomendar mucho a partir de ahora. Así que, ya sabéis, no dejéis de echarle un vistazo en vuestra librería de referencia.
¡Nos vemos en la próxima reseña!
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