Un acertado análisis de las relaciones de poder que naufraga en las propuestas
A finales del año pasado se ponen en contacto conmigo desde Turner para iniciar una colaboración. Últimamente estoy un poco reticente a las colaboraciones porque me marcan demasiado las lecturas. Tengo muchos libros que me apetece leer y no son novedades editoriales. Pero, Turner es una editorial que me llama la atención por su criterio y gusto editorial y tenía fichado un libro suyo. Ellos, amablemente, accedieron a enviarme el ensayo de Alain Deneault, Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder. El libro salió en septiembre de 2019. Y no sé qué hacéis que no lo habéis leído ya.
En Mediocracia, Deneault denuncia una situación generalizada: los mediocres están accediendo a puestos de responsabilidad pública y privada. Ya no son las mentes más preparadas las que nos gobiernan, ahora nos gobiernan personas con mucha ambición y poca preparación. Los mediocres esconden, tras una rigurosidad técnica, su profunda pereza intelectual. Creo que si algo pasa a la posteridad de este trabajo será el término «mediocracia». Para defender esta tesis, Deneault elabora un texto cargado de referencias y ejemplos (con un claro sesgo canadiense, lo que lo hace menos atractivo -por su lejanía, no por la fuerza ejemplificadora- para un lector europeo) que vienen a ratificar El principio de Peter según el cual, “los procesos sistémicos favorecen que aquellos con niveles medios de competencia asciendan a posiciones de poder, apartando en su camino tanto a los supercompetentes como a los totalmente incompetentes”. Y para desarrollar esta idea el libro se articula en tres grandes capítulos. El primero de ellos enfocado a la universidad. El segundo a la economía. El tercero a la cultura. En mis apuntes del libro destacan citas y referencias del primer capítulo (que utilizaré en futuros trabajos académicos), pero tengo que reconocer que los capítulos restantes también son sumamente interesantes.
Sobre el primer capítulo, Deneault sostiene que “la figura central de la mediocracia es, por supuesto, el experto con el que la mayoría de los académicos actuales se identifican. (…) El experto trabaja para convertir propuestas ideológicas y sofismas en objetos de conocimiento que parezcan puros. Por este motivo no se puede esperar de él ninguna propuesta potente ni original”. Para defender esta postura se apoya en Edward Said según el cual “la amenaza específica para el intelectual hoy no es sino una actitud a la que llamaré profesionalismo”, porque “las ideas se vuelven mediocres cuando a los investigadores les trae sin cuidado la relevancia espiritual de las propuestas que desarrollan”; y es que según Deneault, “las empresas ven a la universidad como un proveedor, financiado con fondos públicos, de los trabajadores y de los conocimientos avanzados que necesitan”. Así se mete de lleno en los problemas de la universidad actual y su análisis (recordemos que es Profesor de Sociología en la Universidad de Quebec y director del programa del College International de Philisophie de París) es acertado. No deja pasar cuestiones como la presencia de lobbies y empresas en las universidades públicas, el status quo académico, la burocratización de la profesión, la opacidad de los textos académicos (“la escritura académica está podrida”), el maltrato a los doctorandos y jóvenes investigadores, los business de los catedráticos, el abandono de algunas áreas como las Ciencias Sociales y las Humanidades, o la financiación de las universidades recordando el sonado caso de los Paradise Papers que salpicó a prestigiosos colleges de Oxford, Cambridge y Oxbridge.
Del segundo capítulo, Deneault empieza advirtiendo que “no hay campo en que la mediocridad impere con tanta confianza en sí misma como en aquel que ella misma se empeña en llamar economía”. Según Deneault, apoyándose en las tesis de Simmel, “el dinero produce un efecto de perversión. Nos pervierte porque concentra la actividad de la mente en un medio que le hace perder toda conciencia sensorial de la diversidad del mundo” (esto, a mi juicio, es una verdad inmensa que se comprueba viajando a países comunistas o leyendo sobre ellos). Para el autor, “cuando nos obligamos a operar con dinero para medir el valor, dejamos atrás la apreciación de las cosas (…). La cultura capitalista ha convertido a algunas personas en tacaños y cínicos estructurales, y a otras tantas en indiferentes o avaras”. Y lo que es peor, “la clase media está atrapada en ese juego” y sin darse cuenta “el comportamiento estereotipado de esta clase social se convierte en un medio para confirmar su sometimiento: adopta un comportamiento medio para obtener unos medios escasos y siempre está en riesgo de convertirse en indiferente”. A partir de estos presupuestos, Deneault denuncia la “economía de la avaricia” a través de ejemplos de “colonización económica” disfrazada de cooperación internacional y profundizando en las problemáticas actuales del movimiento obrero y sindical.
El tercer capítulo es una enmienda a la totalidad sobre la homogeneización que está sufriendo la cultura en la sociedad global actual. Según Deneault, fundamentado en filósofos como Adorno o Marcuse, las producciones culturales actuales están cortadas por el mismo patrón y no es casual. Si para Marcuse, “si el trabajador y su jefe se divierten con el mismo programa de televisión y visitan los mismos lugares de recreo, (…), si todos leen el mismo periódico, esta asimilación indica no la desaparición de las clases, sino la medida en que las necesidades y satisfacciones que sirven para la preservación del “sistema establecido” son compartidas por la población subyacente”, para Deneault este marco se presenta como “un aparato formal y simbólico que lleva a las personas a las que guían y dominan los regímenes liberales a canalizar su energía psicológica a través de una estructura social que las precede, una estructura diseñada e implementada por quienes mandan. Las expresiones de deseo y los impulsos profundamente arraigados están codificados, con base en distintos estereotipos, en películas, canciones, anuncios publicitarios y medios de comunicación mayoritarios”. Especialmente irritante es el caso de la televisión, pues “la realidad se disfraza, se trocea, se encuadra y se formatea, y la televisión nos la sirve a domicilio como un producto para que no tengamos que vivirla ni experimentarla”. Una última idea interesante de este capítulo es que “la institucionalización del arte ha disuadido a muchos artistas de la posibilidad de ser subversivos. (…) la obra de estos artistas se estandariza para satisfacer las expectativas de los ministerios de cultura, los museos y otras académicas”. Quizás algunos de vosotros estéis más familiarizados con este punto que desconozco y me es totalmente ajeno.
Tras lo elaborado del estado del arte llega un último capítulo de propuestas en el que Deneault, a mi juicio, se desdibuja y propone generalidades que no llevan a ningún sitio. Nos empuja a una revolución animándonos a terminar con la corrupción a través de la generación de conocimiento (ya se nos había ocurrido a los demás, pero recordarlo no está de más) y a revelarnos contra un sistema que busca y premia a mediocridad (ya nos habíamos ido enfadando contra esto a lo largo del libro). Termina dando cera a la democracia representativa, a la socialdemocracia y a las estructuras de poder porque “cuando el trabajo se convirtió en un medio de subsistencia para los pobres y en un medio de producción de valor de mercado para los ricos, acabó por resultar obvio que también a él había que aplicarle un formato mediano”. Así que, concluye Deneault, “deja de indignarte y pasa a la pregunta siguiente: trabaja con denuedo hasta dar con un compendio de causas válidas; organízate con otras personas más allá de camarillas y de refugios sectarios; mófate de las ideologías; reduce los términos que la propaganda quiere inscribir en el centro de nuestra subjetividad a meros objetos de pensamiento; trasciende los modos hegemónicos de organización; intenta establecer estructuras que se parezcan a nosotros. ¡Sé radical!”.
Manuel Rivas en El País Semanal califica al libro como “libro de denuncia” y quizás en esta categoría sí funcione. Pero tras un buen análisis debe llegar una batería de propuestas (más o menos concretas) que demuestren que el autor más allá de comprender y analizar la realidad es capaz de evaluarla, sintetizar sus demandas y proponer mejoras. Porque para enfadarnos no nos hace falta leer el libro, ya tenemos la tozuda realidad. Y los que no queremos dejarnos una cresta teñida de rojo ni llevar el logo de Mercedes–Benz en la riñonera, tenemos otras alternativas que radicalizarnos. Podemos intentar cambiar las cosas sin romper la baraja, sin lanzar el balón del patio por encima de la tapia y sin llorar a la puerta del despacho de Dirección. A este ensayo le ha faltado una propuesta seria, sosegada y verdaderamente alternativa. Denostarnos a la calle y a la radicalidad no parece la forma de cambiar el mundo. Parece que la propuesta de Deneault sea “los mediocres en las instituciones y los capaces en las calles”. Ante esto, prefiero los trabajos de Vicenç Navarro, las propuestas de ATTAC o el pensamiento de Susan George.
¡Nos vemos en la próxima reseña!