Reseña de Mortal y rosa de Francisco Umbral

Del dolor no se sale, en el dolor se vive

A principios de este mes os confesé que tengo un nuevo propósito lector, que se une a los anteriores sin apartarlos. Intentaré corregir mi déficit de lectura de autores y autoras españolas de principios y mediados del siglo XX. Este nuevo propósito, que se inició con El camino de Miguel Delibes, ahora se concreta en Mortal y rosa de Francisco Umbral, publicada en 1975. Yo he leído la edición de Austral, que me atrevo a decir que es la única en funcionamiento en la actualidad. El título de la obra proviene de los últimos dos versos de La voz a ti debida, poemario de Pedro Salinas: “a esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito”. Y si el título es bueno, el resto del libro es maravilloso. Si os atrevéis a leerlo, vais a llorar y vais a estar jodidos unos días. Pero eso es porque Umbral es un genio y este libro un artefacto literario de primera magnitud.

En Mortal y rosa Umbral relata la enfermedad y muerte de su hijo, fallecido en 1974 a los cinco años a causa de una leucemia. Y algo que podría ser lacrimógeno y sensacionalista, se convierte en una obra de arte donde el autor construye un largo monólogo en que la muerte actúa como coartada maravillosa que convierte su pesadilla humana en una fuerza catártica y liberadora. La muerte del hijo está en el horizonte del libro y de la mente del lector. La vislumbramos desde el principio, pero antes de narrar el dolor, Umbral se detiene en la infancia y el universo infantil, dice por ejemplo que “el niño va al encuentro de las cosas, y yo, al reencuentro”, y tiene un pasaje genial sobre la relación del niño con la pintura (creo que os lo destacaré en un storie en Instagram). Estos primeros compases son fundamentales para ablandar la mirada del lector, para meternos en esa mirada adulta hacia el niño y su estancia en el mundo. Desde ahí es desde donde escribe Umbral, “estoy aquí, transitando la ausencia de un niño, pulsando la soledad, y me siento gigantesco y melancólico en el mundo menudo que él ha dejado (…) Tengo miedo, ahora, de tocar el desorden frágil y abandonado de tus juegos, hijo, porque no se me desmorone el alma y por no rectificar el azar sagrado de tu vida”. Quizás el libro peque de cierto egoísmo, pues en varios momentos hace referencia a sí mismo, “por él, por mi hijo, he visto más allá, más adentro, y más lejos, y quizás, ay, eso basta”, y no tanto a lo que habrá supuesto para el propio niño o quizás para la madre, pero da lo mismo, estamos aquí para leer a Umbral y se perdona el exceso autorreferencial; además, ha sido decisión del autor escribir el libro desde esa posición, y la respetamos.

La reflexión abierta, la casi verbalización de los sentimientos y pensamientos del autor es la parte más interesante. Las referencias a la indefensión (“me quedo así, indefenso, sin deseo ni futuro, entre el pasado y la muerte, entre el niño y la nada”) o al consuelo (“el horror puede llegar a ser de alguna manera confortable. Tener a un ser en la muerte es tenerlo ya seguro, a salvo, fijo, como una estrella, libre de todos los peligros, más allá de todas las riadas de la vida”) son durísimas. Pero, Umbral también se revuelve contra la autocompasión y encuentra la determinación en el enfrentamiento directo con el dolor, “hay que beber a morro del dolor, como se bebe de las férreas fuentes. Que esta carne de luz empape toda la sombra. Hay que baldear hasta el fin el ciego enlagunamiento de la sangre. Hay que agotar el mal, el sufrimiento, no en pequeños sorbos, no en tragos cobardes, sino seguido y hasta lo hondo, que luego queda un fuego neutro, una nada, y solo resta, por fin, la loza simple de la vida (…) No huyo mi dolor, no me lo dosifico (…)  No quiero cucharaditas de plata para sufrir. A morro, directamente, bebo a borbotones sangre de niño, muerte de niño, la hemorragia necia y dulce del mundo” (las referencias a la sangre no son baladíes, recordemos que su hijo muere de leucemia). Sin embargo, esos arreones de fuerza acaban por ceder al desconsuelo y esto lo escribe como nadie: “cuando nada espero ni busco ni pretendo, solo queda el movimiento mediocre y elemental de la vida, su mecanismo torpe y repetido. Pero el tiempo, categoría y aura de todas las cosas, ha sido abolido” o “solo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Solo encontré una verdad en la vida hijo y la he perdido. Vivo de llorarte en la noche con lágrimas que queman la oscuridad. Soldadito rubio que mandaba en el mundo, te perdí para siempre”. Definitivamente, del dolor no se sale. Tiene razón Rayden (referencia para la generación Z) cuando escribe “sabiendo que la ausencia que deja dolorido / es la mejor herencia que te deja un ser querido / Y aunque te hayas ido no me daré por vencido /porque el mejor ganador convive con lo que ha perdido”.

Es un libro durísimo y muy bien escrito. Es un libro inolvidable. Los escritores, como los artistas en general, juegan con la ventaja de encauzar su dolor hacia la expresión artística; Umbral dice al final de la novela que “escribo como si pedalease, huyendo siempre de algo” pero su huida es el encuentro de los demás. Gracias a libros como este, el lector que se encuentre en una situación parecida puede explicar cómo se siente en las palabras de Umbral, o en los acordes de Eric Clapton. El arte como refugio. Eso es Mortal y rosa, una obra para los demás. Al final resulta que Umbral no fue egoísta en el enfoque, fue generoso porque nos regala a los demás resortes a los que aferrarnos. Y ojalá que nunca nos veamos en esas… pero si nos vemos ahí, tendremos a Umbral para ayudarnos.

¡Nos vemos en la próxima reseña!

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