
Un refugio literario frente a la crudeza de la muerte
Con este libro cerramos las lecturas de este verano. Ha sido un verano impresionante. He leído auténticas joyas y estoy muy contento de lo bien que he ido combinando unos títulos con otros. Me ha quedado un menú literario muy completo. El postre ha sido La luz difícil de Tomás González editado por Sexto Piso. Llego a este libro a través de un artículo de Berna González Harbour en El País donde hace un pequeño recorrido por libros que abordan la muerte desde diferentes perspectivas. A mí me llamó la atención este porque no conocía al autor y porque el enfoque me pareció atractivo.
La luz difícil, explica González Harbour, es “una obrita de enorme luminosidad y vitalidad a partir de la muerte organizada de un hijo, un primogénito infinitamente querido cuya vida quedó destruida a partir de un atropello que le dejó secuelas insoportables”. La novela se cuenta desde la perspectiva del padre, quien aguarda en su apartamento el desenlace de la muerte programada de su hijo, acompañado por un hermano que renunció a su desarrollo profesional por acompañarlo en su enfermedad.
Uno de los temas mejor tratados en la novela es la espera. La espera es ese tiempo lacerante que desgarra humanamente al enfermo y a los acompañantes. Una espera que permite al autor hablar del amor, del dolor, de la frustración, del arrepentimiento. La novela está trufada de conversaciones telefónicas al borde de la muerte que González decide no contarnos; ¿qué se dicen? Me hubiera encantado leer esas conversaciones madre-padre-hijo-hermano.
El tono del libro es maduro, adulto y pegado a la vida consciente de lo vivido, de las limitaciones y con un sentido del humor amable y digno de un superviviente. Una perspectiva necesaria pero difícil de asumir. Vivir una muerte cercana “te pone en tu sitio” y ayuda a relativizar todas las tonterías y las nimiedades que normalmente nos parecen insalvables. Lo explica muy bien González aquí, “el grueso de esas tonterías, en su mayoría imaginarias, se me fueron quitando casi del todo con la tragedia de Jacobo. Tan largo sufrimiento, el de él, el mío, el de todos, terminó por barrer las peores acumulaciones de telarañas brumosas de mi alma, las más densas, las más imaginarias, y me dejó casi limpio de tristezas arbitrarias”. La madurez en el tono también se percibe con la capacidad para ver luz entre tanto dolor, “No obstante, he conocido, hemos conocido todos, la alegría, la felicidad incluso. La armonía del mundo no se emborrona o ensucia si quiera en los momentos de peor horror. Goya lo sabía. El Bosco”, o hacia el final del libro con un símil muy pedagógico, “la alegría aflora siempre, o casi siempre, como trozo de madera en el agua, no importa lo profundo del horror de lo vivido”.
La mirada del padre, la mirada del pintor, cargada de matices y de sentidos pictóricos, enriquece el libro y le permite al autor aportar esa luz difícil cargada de plasticidad que da el título y que no puede faltar en un escritor colombiano; por ejemplo, cuando percibe que “en el cielo el azul se puso casi negro”, muy oportuna la referencia al “azul oscuro casi negro”, a la tonalidad que nos recuerda que muchas veces nos equivocamos y, a veces, las cosas no son exactamente como las vemos. Esa idea de que, dependiendo bajo qué luz, cuál sea la perspectiva o, incluso, con qué actitud se mire, cambian los colores del mundo que nos rodea. Daniel Sánchez Arévalo jugó con estos conceptos en 2006, en su debut como director, para contar una historia en la que se mezcla la crónica social, el drama y la comedia (con un reparto que ha envejecido maravillosamente bien como intérpretes). Volviendo al libro, Tomás González nos propone una narración barnizada por el paso del tiempo, pues el libro está escrito desde el presente recordando aquel trágico episodio. Y en ese pasar el tiempo, el autor puede narrar otra ausencia, la de la pareja del pintor, la madre del hijo, quien muere de causas naturales pasados los años. Pero esa falta aporta una perspectiva diferente al tema de la muerte, “siento la ausencia de Sara y el frío de esta, la inevitable soledad de la vejez humana, debo recostarme un rato, apagar el alma unos minutos como soplando una vela y dormir”. Qué bonito lo cuenta.
En definitiva, Tomás González ha escrito un libro marabilloso ¡con b! [guiño al texto]. Ha construido un confortable refugio literario frente a la crudeza de la muerte. Y no quiero repetirme más. Solo me queda decir ¡viva la literatura colombiana!
¡Nos vemos en la próxima reseña!